El caso de las religiosas de Belorado destapa una práctica que tiene sobresalientes precedentes y que supone una nueva desamortización de bienes de la Iglesia, inhabilitada para venderlos

Este miércoles la Guardia Civil ha recuperado treinta bienes cultrales que las monjas cismáticas trasladaron desde el monasterio burgalés de Belorado hasta el vizcaíno de Orduña, con la presunta intención de vendérselas a un anticuario de León. El conjunto de bienes está formado por lienzos, tallas, cruces, procesionales, pergaminos, libros y una talla del siglo XVII de San Antonio de Padua, que la Guardia Civil interceptó a la venta en internet. La detención de la abadesa Laura García de Viedma es un hecho sin precedentes en España, pero no es la primera vez que las monjas tratan de cerrar operaciones de venta de arte para escapar de la ruina, en un proceso de sequía vocacional que obliga a clausurar conventos y monasterios. Los expertos en patrimonio aseguran que asistimos a una «desamortización silenciada».
El declive de la vida religiosa anima a la diáspora de los bienes culturales ligados a los espacios cancelados, en el mercado de anticuarios y galeristas. Las joyas patrimoniales desaparecen sin dejar rastro, porque la Iglesia no entrega al Gobierno el Inventario General de Bienes Muebles, una obligación incluida en la Ley de Patrimonio Histórico de 1985. Está obligada a hacerlo, pero no tiene plazo. Por eso no puede considerarse que la Iglesia esté inclumpliendo la Ley. El inventario es una quimera que no interesa resolver. Además, en su artículo 28.1, la norma es contundente: la Iglesia tiene prohibido el libre comercio de sus bienes. Sólo puede hacerse cargo de ellos el Estado. Ninguna monja, ningún monje o sacerdote puede vender un bien artístico vinculado a su orden.
Sin el inventario la trazabilidad de los bienes no es posible. El primer plazo de diez años para la realización del inventario se incumplió y se prorrogó por otra década más. Después de haber consumido varias prórrogas, el Estado sigue sin saber cuánto arte hay en conventos, monasterios, iglesias, parroquias, etc. Es una información determinante para detener la sangría cultural que sucede desde hace, al menos, veinte años (con el inicio de la crisis vocacional). Mientras no se conozca lo que no puede venderse, será difícil perseguir estos delitos, que esquilman el patrimonio religioso (y público) fuera del radar.

Las monjas de Belorado, con restaurante y criadero de perros de raza en Arriondas, han sido sorprendidas en pleno traslado de bienes artísticos. El caso no es extraordinario por el intento de venta, sino porque estaban bajo estrecha vigilancia de la Guardia Civil. El cisma que protagonizan contra la Iglesia católica y contra la orden del Arzobispado para que abandonen el monasterio (anulada por la jueza del tribunal de Primera Instancia de Briviesca), les ha colocado el foco informativo y ellas dicen sentirse «perseguidas», entre otras cosas, por la eliminación de sus redes sociales.
Si las fuerzas del orden público siguieran con el mismo esmero cada cierre de convento y monasterio, con el fin de evitar la descapitalización del patrimonio público en manos de la Iglesia, los ciudadanos no tendrían que fiscalizar las ventas de los anticuarios en el Rastro madrileño. A finales de 2018, la Fiscalía de Medio Ambiente de Madrid recibió la alerta de un particular, que denunció un intento de venta de bienes del convento de Nuestra Señora de los Ángeles, en Granada.
El denunciante paseaba con un amigo por el Rastro madrileño cuando, al entrar en uno de los locales de los anticuarios, reconoció las piezas de dicho convento. Había una imagen de madera de san Juan de Dios, un templete procesional dorado y policromado del altar mayor, un cuadro de la Virgen de los Desamparados de Valencia, procedente del coro bajo de la iglesia. A la venta estaba, incluso, uno de los bancos de los fieles. Hicieron fotos, preguntaron el precio: «Cada una, 2.500 euros» y denunciaron los hechos. Cuando la Guardia Civil actuó para detener la operación, la representante legal de las monjas advirtió que en el anticuario del Rastro no estaban a la venta, sino para ser restauradas. Las monjas aseguraron que como no llegaron a un acuerdo en el precio, se llevaron las piezas.

Meses más tarde apareció una talla de santa Margarita de Cortona, realizada por José de Mora, a finales del siglo XVIII, propiedad del mismo convento denunciado, y a la venta por 350.000 euros en una feria de antigüedades de Nueva York y en el comercio del galerista Nicolás Cortés. La brigada de Patrimonio de la Policía Nacional inició una investigación para descubrir cómo llegó ahí la talla, que fue requisada hasta esclarecer los hechos.
En 2024, el acusado de apoderarse de la valiosa talla era un anticuario de Zaragoza, que ante la Audiencia de Granada declaró que se la compró a las monjas por 10.000 euros. Según su relato, fueron ellas quienes le dijeron que el convento estaba cerrado y «querían vender cosas». «Vine aquí [a Granada], me gustó y la compré. Luego ya me enteré de que era buena», relató a preguntas de la fiscal, que pidió cinco años de prisión por apropiación indebida. Dijo que pagó «en mano» y no hicieron factura que acreditara la operación porque, según el anticuario, «ellas no quisieron». Una vez en su poder, vendió la talla al galerista madrileño por 90.000 pesetas (la mitad del pago fue en dinero y el resto con un coche de segunda mano, un BMW X5).
Las monjas negaron este relato y dieron otra versión de los hechos, en la que volvió a aparecer el comodín que ya habían usado antes: se la entregaron al anticuario para que la restaurase y les devolvió una copia. Las monjas aportaron un escrito sin firmar por el anticuario, en el que aseguraban entregarle la Santa margarita y otras piezas para su restauración. A pesar de las evidentes diferencias en la nueva santa Margarita, las Clarisas no detectaron la trampa. ¿Cómo era posible? Un perito del Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico describió la copia como una «broma», por su nivel artístico. Es llamativo que, a pesar del ánimo de restaurar la talla, las monjas ni la habían desembalado desde que la recibieron. El acusado no pudo demostrar la venta a las monjas y fue condenado a cuatro años de prisión por un delito de apropiación indebida.

Acreditar la mala fe en casos de compra-venta de arte es complicado, no así en el caso del restaurador y las monjas. La carga de esta prueba es determinante porque el artículo 433 del Código Civil, define al comprador de buena fe como aquel que ignora que en su adquisición existe vicio que lo invalida. El Tribunal Supremo, en sentencia de 12 de enero de 2015, declaró la buena fe como una cuestión de creencia, no es un estado de conducta. Si la buena fe se presume, es al que afirma la mala fe de un poseedor a quien corresponde el acto de la prueba. En este caso estuvo claro.
Durante la posguerra civil hubo muchas órdenes, esquilmadas durante la contienda, que trataron de volver a decorar sus edificios y de apropiarse de lo que no les pertenecía, en los depósitos de obra rescatada e incautada por la República, incluso de bienes de otras congregaciones. Por ejemplo, las monjas del convento de Santa Catalina, en la calle Mesón de Paredes, se acercaron a uno de estos depósitos de obra de arte y reclamaron 34 cuadros como de su propiedad, a los vigilantes del servicio de patrimonio franquista. No lograron demostrar la pertenencia de 15 de ellas. La comunidad de Concepcionistas de La Latina, en la calle Toledo, también pretendieron muchos cuadros, que terminaron por reconocer que no eran de su propiedad. El 16 de junio de 1941 solo pudieron llevarse cuatro de 17.
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