
«Sus dos hijos heredaron esa pasión de Marcel por el fútbol y una manera de entender vida y afectos con el corazón y la sonrisa por delante. Hasta que la esclerosis lateral amiotrófica (ELA) se cruzó en el camino, minando energía y alegrías»
Coincidí con Marcel Sabou hace ya unos cuantos años en una conocida sidrería gijonesa. Cenaba él con un grupo de amigos, compartía yo mantel con mis compañeros de ‘Abierto hasta el Amanecer’, programa de ocio alternativo que dinamizó las noches de la ciudad con éxito a finales de los 90 y principios de los 2000. Se acercó Marcel a nuestras mesas y saludó a unos mozalbetes ‘sportinguistas’ que estrechabamos manos felices. Tenía Sabou la sonrisa magnética de Errol Flynn, Cary Grant o Harrison Ford y todavía hoy me acuerdo de sus carcajadas contagiosas, de estruendo prolongado, mientras iba saludando de mesa en mesa.
Fue Sabou un buen futbolista rumano, nacido en Timisoara, jugó en el equipo de su localidad, famosa en los informativos del universo mundo porque allí surgió el levantamiento que supuso el principio del fin para Ceaucescu. Tras su paso por la Politécnica fichó por el Dinamo de Bucarest y en una gira por España decidió abandonar la concentración y quedarse en Madrid con su compañero Viscreanu. Los dos pidieron asilo político. Formó parte de la plantilla del Castilla, forjó su carrera entre el Tenerife, Racing de Santander y Sporting de Gijón, en Cantabria llegó a ser uno de los ídolos de la época entre la afición racinguista. En el Sporting jugó tres campañas, de 1993 a 1996. Sus goles frente al Lleida no se olvidan a la vera del Piles, en una infartante eliminatoria para evitar el descenso. El mediocampista internacional por Rumanía colgó las botas en Portugal, en el Chaves, liderando ‘la sala de máquinas’, en el centro de la cancha, acompañado por otros ‘sportinguistas’: Raúl, Miner y Dani Díaz. Probó suerte como míster en los banquillos del Arenal y el Berrón y decidió que su hogar tenía que estar en Jovellanos City, con la familia: Lili, Alejandro y Mario. Sus dos hijos heredaron esa pasión de Marcel por el fútbol y una manera de entender vida y afectos con el corazón y la sonrisa por delante. Hasta que la esclerosis lateral amiotrófica (ELA) se cruzó en el camino, minando energía y alegrías.
Liliana, Alejandro, Mario y un reconocido ‘sportinguista’ de insoslayable bonhomía, Jordi Velaure, se dejaron la piel con la firme intención de dar visibilidad a la enfermedad, exigiendo recursos para la investigación a través de Investiguela, asociación que organizó diferentes eventos benéficos y sociales. En un decidido activismo por la defensa al derecho a una vida digna para las personas enfermas de ELA. Después de diez largos años de lucha contra la enfermedad, Sabou nos dijo adiós, nos dejó para siempre. «¿De nuevo hundido en los astros, en las nubes, en los cielos?. Por lo menos no me olvides, alma y vida de mi vida». Son palabras del poeta rumano Mihai Eminescu. No te olvidará la afición ‘sportinguista’, ni tu familia, Marcel, ni todos aquellos que compartieron momentos contigo, algunos dignos de pañuelos agitados al viento. Risas, abrazos, pases, remates, goles, conversaciones, brindis, bromas y anécdotas. Como la que recordaba su amigo de infancia, compañero en la Politécnica de Timisoara: Sorin Vlaicu. «Regateaba de maravilla el pequeñajo rizoso y siempre jovial, de carcajada atronadora. Antes de meter el gol callejero en aquella lejana tarde tórrida de junio, pegados al Canal Bega, la carcajada del inquieto rizoso coincidió con un terremoto que mandó pelota, estuches y zapatos al canal. Todos se quedaron con cara de susto hasta que el terremoto cesó por completo.
Solo uno seguía riéndose, brazos en alto, puños cerrados, descarrilando tristezas.
Se llamaba Marcel Sabou.