«Según cuenta Plutarco, los cretenses llamaban a su país matria, conscientes de que los mayores beneficios se los debemos a nuestras madres y de que el vínculo con la tierra en la que nacemos es tan íntimo y natural como el que nos une a la mujer que nos engendró en su seno»


La patria es femenina porque nuestra palabra procede de la expresión latina terra patria con la que los antiguos romanos designaban la sagrada tierra de los antepasados, dónde se hunden las raíces de uno. La tierra es madre por su capacidad para darnos vida y su generosidad para cuidarnos. Pachamama, mamá tierra, la llama el inca de los andes que lleva el color de la arenisca de sus montañas en el rostro como vínculo indeleble; Ñuke Mapu la llama, con reverencia, el mapuche araucano cuando bebe de sus manantiales como el recién nacido del fértil pecho de su madre; Chimalma la llama el tolteca cuando se le acerca la muerte para que lo guíe en el renacimiento.
Según cuenta Plutarco, los cretenses llamaban a su país matria, conscientes de que los mayores beneficios se los debemos a nuestras madres y de que el vínculo con la tierra en la que nacemos es tan íntimo y natural como el que nos une a la mujer que nos engendró en su seno. Para el cretense, el ciudadano que no se vincula con su comunidad política se desnaturaliza tanto como el hijo que no ama a su madre. De la polis hemos recibido todo lo que somos pues no hay ser humano sin comunidad. En cierta ocasión, preguntaron a la antropóloga Margaret Mead cuál era la evidencia más antigua que tenemos de la humanidad, y ella respondió: “Un fémur, un fémur curado”. Una comunidad se ocupó de asistir de una persona herida, la protegió en lugar de abandonarla a su suerte. Cuidarnos unos a otros es lo que nos humaniza.
La matria cretense resuena en aquellos versos del pastor de Orihuela que cantan, a la vez, a su tierra y a su madre: «Abrazado a tu cuerpo como el tronco a su tierra, con todas las raíces y todos los corajes, ¿quién me separará, me arrancará de ti, madre? Abrazado a tu vientre, ¿quién me lo quitará, si su fondo titánico da principio a mi carne? Abrazado a tu vientre, que es mi perpetua casa, ¡nadie!».
En el lugar en el que se guardan las cosas importantes, conservo una foto tomada bajo el ardiente sol de la Costa de la luz, con el muelle del Tinto como fondo, abrazado al cuerpo de mi madre, que, aún siendo más pequeño y desgastado, me sostiene en su brazos como la María de la Piedad Rondanini, aquella obra final de Miguel Ángel que prescinde de todo lo accesorio para expresar la intensidad de un vínculo originario. De la piedra arrancada de las montañas de Carrara emergen dos cuerpos abrazados en una verticalidad ascendente. La madre y el hijo de Miguel Ángel son un primitivo símbolo, aquella cerámica que los griegos rompían en dos para identificar a los portadores y recordarles un compromiso, una alianza y una deuda. De hecho, symbolon viene a significar juntar o volver a unir.
Guardo aquella fotografía como symbolon que me identifica, como señal para darse a conocer. Bajo el ardiente sol de la Costa de la Luz, con el muelle del Tinto como fondo, la señora Feli me sujeta como aquella tierra nos sostiene a ambos el cuerpo y el alma, con fuerza y generosidad. Decir madre es decir tierra que me ha parido.