«Pasaba desapercibido durante dos, tres o cuatro encuentros, pero (…) llegaba el quinto, y el delantero-rockero driblaba en velocidad a tres contrarios, pisaba el área y sobre la salida del guardameta alojaba la pelota pegada a la cepa del palo»
Aquel rapaz vivaracho que se despellejaba las rodillas en el patio de los Salesianos en Llaranes, siempre jugó para divertirse. Y por eso mismo nunca dejó de ser un niño grande, con oro y barro en su interior, que escribiría Hesse. Pasándoselo muy bien, regateando a todo el que le salía al paso. En grijo o en tierra, en el Ensidesa, Sporting, Granada o Betis. Alfredo Megido Sánchez, futbolista diferente, con el halo del soñador que desafía reglas, poder, presidentes, defensas y porteros.
A los 15 años tocaba el bajo y creó un grupo de rock con unos amigos. Al George Best de Llaranes le apasionaban The Beatles y Jimi Hendrix, y cuando paseó su artístico fútbol por los campos del sur de España decidió dejarse el pelo a lo ‘afro’ en homenaje al cantante y guitarrista legendario de Seattle. A los 18 debutó en el Sporting de Carriega, formó en Gijón un triunvirato en ataque con Churruca y Quini que desarmaba cualquier defensa con precisión de cirujano. Marcó un gol con la selección en Valencia, en la única convocatoria que le brindó Kubala, en 1975, partido de clasificación para la Eurocopa de 1976. España 1, Escocia 1. En ocasiones, Megido se convertía en el hombre invisible. Pasaba desapercibido durante dos, tres o cuatro encuentros, pero hete aquí que llegaba el quinto, y el delantero-rockero driblaba en velocidad a tres contrarios, pisaba el área con túnel incluido al azorado central, y sobre la salida del guardameta alojaba la pelota pegada a la cepa del palo, antes de besar las mallas. La ovación se cerraba entonces en torno al artista-gladiador. Días antes el mismo tipo, en un match más bien gris, obsequiaba con un corte de mangas al respetable.
Metió el gol 500 del Sporting en Primera y dos al Madrid de sus amores en casa de los capitalinos, el día de Reyes de 1974. El marcador arrojó un 2-2 en el pitido final, y el avilesino soñó esa noche con vestir la casaca blanca. Decían las malas lenguas y los cronistas con insomnio que al genial atacante le gustaba demasiado la juerga y la noche. Y estas dos, ya se sabe, son buenas compañeras de timba. El Sporting le puso una multa de 50.000 pesetas «por atentar a su forma física con una vida irregular e impropia de un profesional». O, al menos, eran esas las palabras que se podían leer en la nota que hizo llegar a la prensa el club rojiblanco. Mucho se habló del Ajax, también del Real Madrid, pero al final el Granada puso 20 millones encima de la mesa y se llevó a Megido. Después llegaría el Betis, con el que se proclamó campeón de la Copa del Rey en 1977. Girondins de Burdeos, Málaga y Hércules jalonaron su trayectoria profesional. Meditó la retirada, escuchó cantos de sirena en tierra firme, desde Albacete. A los que se sumaron los brasileños Corinthians y Flamengo.
Nada cuajó en la vida de este fenómeno que se dispuso a colgar los borceguíes y buscar, como George Harrison, el sol. Después de un invierno largo, frío y solitario, al George Best de Llaranes le esperaba el sol de Cuba. Un sol y una isla de la que se enamoró perdidamente.