La noche del 7 de julio del año 2008, Nagore Laffage se encontró con José Diego Yllanes, estudiante del MIR de psiquiatría en la Clínica Universitaria de Pamplona, la misma clínica en la que Nagore trabajaba como enfermera. Confiada, se despidió de sus amigas y acompañó a José Diego hasta su casa

Nunca salió con vida del domicilio de Yllanes, pues este la golpeó brutalmente y la estranguló cuando Nagore se resistió a ser violada. A la una de la tarde del 8 de julio, mientras Pamplona bullía en plenos San Fermines, Yllanes llamó a un amigo para pedirle ayuda para deshacerse del cuerpo de Nagore. Afortunadamente el amigo de Yllanes avisó a la policía pero, antes de ser detenido, el futuro psiquiatra intentó descuartizar el cuerpo de Nagore, limpió su piso para borrar todo rastro del asesi-nato, recogió sus pertenencias y dejó tirados los restos de Nagore a menos de una hora de la casa donde la había asesinado. Yllanes fue condenado a doce años y medio de cárcel por homicidio doloso, no por asesinato, y en el año 2017, cinco días antes del noveno aniversario de la muerte de Nagore, le fue concedido el tercer grado. Hoy en día es un hombre libre que ejerce de psiquiatra y que quería que los tribunales le concedieran el derecho al olvido para empezar su vida de cero.
No os confundáis pues no escribo esto para pedir mano dura para Yllanes, pues nunca he creído que más o menos años de cárcel puedan borrar el daño hecho, pero sí que escribo esto para que no se olvide su nombre, José Diego Yllanes Vizcay, y sobre todo para que no olvidemos nunca lo que le hizo a Nagore aquella noche del 7 de julio del año 2008 mientras Pamplona dormía la moña de esa orgía de alcohol, mas-culinidad absurda, muertes de toros y señores que han leído a Hemingway por encima de las posibi-lidades del propio Hemingway y de sus lectores, que son los San Fermines. Nunca he sido punitivista -ni fan de Hemingway tampoco- pero siempre he creído firmemente en el poder de la memoria y sobre todo en el poder social de la vergüenza.
Y sin embargo, por terrible, injusta y cruel que fuera la muerte de Nagore, en el juicio en el que José Diego Yllanes Vizcay fue condenado, a quien realmente se juzgó fue a su víctima, pues a su madre, Asun Casasola, le llegaron a preguntar cuando testificó si su hija era ligona, poniendo así el foco y censurando el comportamiento de la joven y no el de su asesino. No quedó la cosa ahí, pues en la sentencia el juez dejó escrito, negro sobre blanco, que Nagore había malinterpretado las intenciones del asesino cuando este se abalanzó sobre ella y le arrancó la ropa violentamente, pues había creído erróneamente que José Diego Yllanes Vizcay la quería violar, esto es, que Nagore reaccionó mal al resistirse a un acto de pasión, que se lo buscó, vamos.
Ocho años después del asesinato de Nagore, un 7 de julio del año 2016, en otros San Fermines, un grupo de cinco jóvenes autodenominados “La Manada” violaron brutalmente a una joven en un portal de Pamplona mientras grababan y se reían de su víctima. El 26 de abril del año 2018 los tres jueces de la Audiencia Provincial de Navarra los condenaron a nueve años de prisión porque entendieron que lo sucedido en aquel portal fue un abuso sexual y no una violación, pues no apreciaron ni violen-cia ni coacción hacia la víctima por parte de cinco tíos enormes que la superaban en número y fuerza. No seamos injustas, esto lo vieron solo dos jueces pues el tercero, en el vídeo que los propios acusados grabaron de la violación y que se presentó como prueba, lo que vio por lo visto fue jolgorio y con-sentimiento donde solo había violencia y miedo. Sin embargo esta vez hubo una diferencia importante entre una y otra sentencia: una repulsa social que sacó a la calle a miles y miles de mujeres de todo el país que no solo revitalizaron con su ira y malestar el movimiento feminista, también dieron fuste al 8M y propiciaron un cambio legislativo esencial en la defensa de la libertad sexual de las mujeres: la llamada Ley del solo Sí es Sí.
A pesar de la falsa polémica en torno a la reducción de las penas que tanto aprovechó la reacción para intentar desprestigiarla, lo cierto es que esta ley fue un paso de gigante a la hora de abordar el abuso y la violencia sexual, pues considera a las mujeres, y a las víctimas de agresiones sexuales, como sujetos activos y no pasivos, al entender que las mujeres tenemos la potestad de ejercer nuestro con-sentimiento sexual de forma afirmativa ya que solo así es posible establecer que una relación sexual es libre y consentida. Somos, por tanto, sujeto que decide, no un cuerpo que padece, un más que bienvenido cambio de paradigma a la hora de enfrentar la sexualidad femenina. Con esta ley y toda la carga política y filosófica que tiene, se nos presupone, al fin, dueñas de nuestro cuerpo y de nuestras decisiones frente a leyes anteriores que nos exigían resistencia a la violencia y que nos convertían en seres sexuales pasivos. Resistencia a la violencia se les pedía a las víctimas de violaciones, y solo a ellas -además de tener una vida impoluta y casta. Y sin embargo, a pesar de que Nagore se resistió, esto solo sirvió para que se la hiciera responsable de su propio asesinato a manos de José Diego Yllanes Vizcay -no olvidéis nunca jamás este nombre-, mientras que a la víctima de La Manada, paralizada por el miedo y el shock, se le echó en cara, paradójicamente, precisamente que no plantara cara a sus cinco atacantes. Así que, pasara lo que pasara, las mujeres siempre nos la acabábamos pegando contra un muro de hormigón, un muro que la Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual, con todas sus limitaciones, está intentando derribar.
La sentencia de La Manada, por tanto, abrió en canal a la sociedad española y la puso delante del espejo de un sistema judicial machista que obligaba a las víctimas a tener que demostrar que eran dignas de ser consideradas como tales. Un sistema que cuestionaba la vida, la ropa y el comporta-miento antes, durante y después de la agresión no de los agresores sino de sus víctimas. Un sistema que no tenía el menor problema en culpar a la víctima y en justificar al violador. La indignación por la sentencia de La Manada fue, por tanto, el resultado de décadas de desprecio y machismos sin filtros, un desborde social, un «nos tenéis hasta el moño» gritado a todo pulmón.
Han pasado dieciséis y ocho años respectivamente de aquellos dos San Fermines terribles, en este tiempo nos hemos dotado de una Ley nueva, que aplica la perspectiva de género a todos los delitos contra la libertad sexual, que pone por fin el foco en el delito y en el delincuente y no en la víctima, su moral, su historial sexual, su ropa y su comportamiento, y sin embargo poco más hemos conseguido avanzar como sociedad pues en los San Fermines de este año 2024, en tan solo una semana, se han denunciado 24 agresiones sexuales y se ha detenido a 23 agresores sexuales. En una semana. 24 agresiones. Haced las cuentas: salen tres agresiones y media al día. Pensad si podemos tolerar esto y hacer como si no pasara nada.
Desde que soy pequeña he aprendido, y me han enseñado, todo tipo de estrategias y trucos para evitar que me violen: no ir nunca de noche sola, no abrir la puerta del portal sin haber comprobado antes que no tienes a nadie detrás, no subir en un ascensor con un hombre desconocido, pasar de largo de tu casa si notas que te están siguiendo, tener el móvil a mano, las llaves a mano, ir en grupos de amigas, no dejar la bebida sin vigilancia, evitar los callejones mal iluminados, no subir al coche con alguien con el que no tengas mucha confianza… La lista es enorme, casi interminable, deprimente y desesperante. Y sin embargo nada de esto parece eficaz o tener sentido pues no hay nada que podamos hacer o deshacer o rehacer para evitar que abusen de nosotras. Y esto es así porque el abuso sexual jamás está en manos de las víctimas, jamás es su responsabilidad. Por eso, y a pesar de las campañas, los consejos, las ayudas, las pulseras que detectan si te han drogado la bebida, los grupos de amigas y los pasquines que se reparten por todo tipo de fiestas y festivales, ninguna mujer es nunca responsable de la violencia sexual que se le inflige. Por tanto no es a nosotras a quienes se tienen que dirigir las campañas. Es a ellos. Y se les tiene que empezar a decir alto y claro que no se viola, que no se agrede, que no se abusa. Son ellos, por tanto, los que tienen que empezar a sentir el dedo acusador de la sociedad, la vergüenza, el escrutinio y la censura social. Y como en el caso de José Diego Yllanes Vizcay, que sepan que nunca jamás van a tener derecho al olvido.