«Me pregunto si esos chiquillos, con la edad que representan hace 84 años, habrán llegado a conocer la ciudad tal como fue creciendo en las últimas décadas»
Todavía quedaban algunos meses de guerra en Gijón, que hasta ese mes de febrero de 1937 había soportado los bombardeos de la armada y la aviación facciosas por mar y aire, atronando la vida cotidiana y haciendo sonar las sirenas que se grabaron como un grito de pánico en la memoria de tantas de nuestras madres. Entre las ruinas de las casas que esos ataques derribaron, causando la muerte y el espanto entre el vecindario que corría a guarecerse en los refugios antiaéreos, era posible encontrar lo que algunos fotógrafos como David Seymour “Chim” reflejaron con su cámara: que los niños jugaban a la guerra de sus padres, por más que esa guerra representara para el país una tragedia y para nuestra historia un ominoso retraso del que tardaríamos muchos años en recuperarnos.
David Seymour realizó un importante trabajo durante la guerra de España, del que sabemos sobre todo por el hallazgo en México hace algunos años de una maleta que contenía 26 rollos de negativos y casi 4.5000 fotografías realizadas durante el conflicto armado por Robert Capa, su compañera Gerda Taro (fallecida en un accidente en la batalla de Brunete) y David Seymour. Este último, de nacionalidad polaca (1911-1956), fundador de la agencia Magnun, dejó más de 300 fotografías de la guerra en Asturias, con un total de 42 que tienen como escenario la ciudad de Gijón, en la que según el historiador Héctor Blanco se preocupó por plasmar la vida cotidiana en los barrios que habían sido destruidos por los bombardeos, como pudo ser el de esos dos niños de la imagen.
Ahí los tenemos, con nueve o diez años, tratando de construir algo con los ladrillos caídos del edificio en ruinas que les sirve de lugar de recreo para posiblemente derribarlo luego a pedradas, a imitación sonora y destructora de los obuses que estuvieron cayendo sobre Gijón hasta días antes de su ocupación por las tropas sublevadas. Creo advertir como vestimenta en uno de los niños, el que lleva sobre la cabeza un casco de soldado, un atuendo parecido al mono que muchos milicianos republicanos utilizaron en aquellos años en los frentes, a falta de otro vestuario de hechura militar.
Siempre que observo fotografías similares a esta, me pregunto por la identidad de los protagonistas, si esos chiquillos en este caso, con la edad que representan hace 84 años, habrán llegado a conocer la ciudad tal como fue creciendo en las últimas décadas. A falta de respuesta, esa pregunta lleva también a otra: si esos dos pequeños habrán llegado a ver en su ancianidad la imagen por la que han pasado sin nombre a la historia, jugando a la guerra en medio de una guerra larga y cruel en las que los enemigos que se mataban entre sí hablaban un mismo idioma y compartían una historia común, en la que no faltaron, antes de la que ocasionó un golpe militar en 1936, otras tres guerras civiles.
Con tal pasado a nuestra espalda, deberíamos cuidarnos muy mucho de los resortes del odio que dan lugar a regímenes de opresión basados en masacrar y reprimir al adversario, amordazando la palabra y las ideas que nos dan razón de vida y cultura. Pienso que a las jóvenes generaciones de estas últimas décadas, descendientes de aquella a la que pertenecieron los niños de la imagen, no se les ha ofrecido en todos estos años una cualificada profundización en los valores y conciencia histórica que constituyen la esencia de una educación democrática sólida, capaz de resistirse a cualquier ventolera desestabilizadora que ponga en riesgo los principios de libertad y democracia. Esos fueron los que les arrebataron a varias generaciones de españoles en 1939, entre las que estuvieron las de nuestros padres y abuelos, a las que tanto debe este país.