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«Tan preocupados como decimos que estamos por el bienestar y la salud mental de nuestros menores, tal vez deberíamos probar a construir ciudades que vuelvan a pertenecer a la ciudadanía»
En 1991, Dale Akiki, que junto a su esposa trabajaba como voluntario en la guardería de la iglesia de Faith Chapel, en San Diego, California, fue arrestado e imputado por 35 cargos de abuso infantil y secuestro. En la acusación de la fiscalía figuraban varios testimonios que afirmaban que Akiki practicaba rituales satánicos en los que sacrificaba animales para beberse su sangre delante de los niños a los que cuidaba, entre ellos un elefante y una jirafa. Sí, han leído correctamente: en algún momento, investigadores, fiscales y los 23 ciudadanos que formaron parte del Gran Jurado que consideró que había pruebas suficientes para llevarle a juicio, se creyeron que Akiki, afectado además con el Síndrome de Nooman, fue capaz de robar un elefante y una jirafa, esconderlos en la escuela parroquial, sacrificar él solo a los animales delante de más de 30 niños y deshacerse de los cuerpos de las bestias en San Diego sin que nadie se percatara lo más mínimo de nada. Akiki, que se pasó 30 meses en prisión, fue sometido en la primavera del año 1993 al juicio más largo de la historia de San Diego, nueve meses, para ser absuelto e indemnizado con dos millones de dólares por el calvario que le hicieron pasar. La historia de Akiki, que fue relativamente afortunado pues le tocó surfear el final de la ola reaccionaria, por grotesca que nos pueda parecer en la actualidad, fue, sin embargo, una más dentro de las decenas de acusaciones y condenas que durante casi dos décadas se vivieron en los Estados Unidos durante el llamado Pánico Satánico. Muchas personas acabaron en la cárcel y con sus reputaciones y vidas destrozadas para siempre, acusadas de prácticas tan aberrantes como inverosímiles: sacrificios de bebés, abusos sexuales, necrofilia y túneles secretos por los que se traslaba a los menores hasta cementerios en los que se realizaban rituales para convocar a Satanás.
Un año después de la absolución de Akiki, Damiel Echols, Jason Baldwin y Jessie Miskelley fueron injustamente condenados, Echols a la pena de muerte ni más ni menos, por el asesinato en 1993 de los niños Stevie Branch, Michael Moore y Christopher Byers. La policía sospechó de los tres adolescentes simplemente porque llevaban camisetas de Metallica, tenían el pelo largo, escuchaban heavy metal y eran pobres. Tras años de activismo y apelaciones, y después del descubrimiento de nuevas pruebas de ADN, fueron finalmente excarcelados en el año 2011. Pero por culpa del pánico moral, los prejuicios de la policía y el sensacionalismo de la prensa, los conocidos como los Tres de West Memphis se convirtieron en las víctimas más famosas de todas aquellas personas que fueron sacrificadas en el altar de la moralidad y las buenas costumbres durante el Pánico Satánico norteamericano. Pero no solo aquellos que fueron acusados injustamente fueron víctimas de este pánico moral, pues miles de niños y niñas fueron sometidos a interrogatorios sin garantías en los que se les manipuló, se les coaccionó, se les amenazó y sugestionó para que dijeran lo que los investigadores querían que dijeran y, en el caso particular de Branch, Moore y Byers, la incompetencia y los prejucios de la policía permitieron que el verdadero asesino, posiblemente el padrastro de uno de los chicos asesinados, se saliera de rositas.
Por mucho que hoy en día nos pueda resultar ridículo que gente adulta se creyera realmente la existencia de cultos satánicos regados de sacrificios humanos, lo cierto es que nadie está libre de dejarse llevar por un buen pánico moral, lo único que se necesita es que dicho pánico se adapte a los miedos de cada época. En los años 80 y 90, en Estados Unidos, pero no solo allí, ser reavivó por intereses políticos el miedo hacia los adolescentes, un miedo además recurrente en la Historia de la Humanidad, aunque en cada época se revista de ropajes especiales: en los años 50, por ejemplo, las motos, las chupas de cuero y el rock, en los 80 y 90, el pelo largo, el heavy metal, los videojuegos y hasta los juegos de rol. Los y las adolescentes siempre han provocado que la parte más conservadora de la sociedad frunza el ceño y desconfíe mientras agita los puños al cielo y protesta porque es el fin de las buenas costumbres, el esfuerzo, la disciplina y el nivel académico. Los pánicos morales, por tanto, solo necesitan alimentarse de los discursos reaccionarios y crecer regados gracias la prensa sensacionalista mientras son aderezados con su poquito de ganar dinerillo. En Estados Unidos el Pánico Satánico creció a la sombra del discurso reaccionario de la Mayoría Moral de Ronald Reagan, que propició también el auge de los telepredicadores fundamentalistas cristianos y que creció exponencialmente gracias a la participación activa de las televisiones en su interminable lucha por ganar audiencias a cualquier precio; pero la chispa del Pánico Satánico la iniciaron el psiquiatra Lawrence Pazder y su esposa Michelle Smith con la publicación del libro Michelle recuerda en 1981, con el que se hicieron ricos y famosos de un golpe.
El regreso del populismo de extrema derecha y del discurso reaccionario han propiciado el nacimiento de un nuevo pánico moral que, como el satánico, hunde también sus raíces en el miedo al progreso y en la desconfianza hacia los adolescentes pero también en el desprecio de una parte de la sociedad por la pedagogía no tradicional junto con su poquito de ignorancia; a ello hay que sumarle la complicidad de los canales de televisión generalistas y la búsqueda de nuevos nichos de negocio; todo esto ha dado pie al pánico moral en torno al uso de los móviles en los adolescentes. Pero más allá de libros sensacionalistas sin base científica alguna y de ciertos titulares simplistas de la prensa, lo cierto es que los estudios científicos no están avalando ninguno de los males que auguraban los nuevos profetas antipantallas: que las redes sociales y el uso de los móviles son malas para la salud mental y el desarrollo de los menores. Esto no quiere decir que no tengamos la obligación como sociedad de educar y concienciar a los menores en el uso de las pantallas y en los peligros de las redes sociales, así como les hemos educado, por ejemplo, para que crucen de forma segura una carretera o no metan los dedos en los enchufes.
Frente a las reacciones estentóreas y desproporcionadas, como la prohibición del uso de pantallas en los centros educativos decretada por la Consejería de Educación en Asturies, mientras paradójicamente las escuelas e institutos fomentan el uso de plataformas educativas digitales que se han vuelto indispensables para entregar trabajos, acceder a los apuntes o comunicarse con el profesorado, como sociedad tenemos que establecer reglas y normas sensatas y racionales que tengan en cuenta los hábitos, las necesidades y las particularidades de los jóvenes y de la época que les ha tocado vivir, y que estén basadas en criterios avalados por la ciencia y no en prejuicios, rumores y pánicos morales. ¿Y qué nos dice la ciencia? Pues, entre otras cosas, que la forma de vida de este milenio está afectando a la salud mental de los adolescentes, la infancia y los jóvenes. Y cuando decimos la forma de vida de este milenio nos estamos refiriendo a un conjunto enorme de circunstancias que abarcan desde los horarios laborales de las familias que impiden la conciliación, hasta la presión académica, pasando por la obsesión en hacer productivas las horas de ocio de nuestros hijos e hijas o la pérdida en las ciudades de los espacios comunes para el asueto y el disfrute sin que estos tengan que estar condicionados al consumo.
Y así, leíamos en El País que lo que podría mejorar significativamente la salud mental y el bienestar de los menores es algo tan sencillo como volver a jugar en la calle. Algo que, en estas ciudades vendidas a la hostelería, a los coches y al turismo, con calles tomadas por terrazas, humos y negocios privados, se antoja harto complicado. Pero en vez de caer en la histeria del pánico moral sobre las pantallas, y tan preocupados como decimos que estamos por el bienestar y la salud mental de nuestros menores, tal vez deberíamos probar a construir ciudades que vuelvan a pertenecer a la ciudadanía, con espacios públicos verdes y saludables, libres de humos, de coches y de la mercantilización. Ciudades en las que poder pasear, jugar, trabajar y vivir. Salvo que clamar contra los móviles sea la excusa que hemos encontrado esta vez para dar rienda suelta de nuevo a nuestros prejuicios de siempre.