«La indiferencia con la que se vivió la epidemia del SIDA en los años ochenta, vista por algunos como un castigo divino enviado a la comunidad LGTBIQ+, es un ejemplo palmario, pues solo cuando la sociedad comenzó a ser consciente de que la enfermedad podía afectar a cualquiera con independencia de su orientación sexual comenzamos a tomarnos en serio la amenaza»

La homofobia mata.
Y no lo hace solo de forma directa como en los casos de Samuel Luiz o Mathew Sheppard, lo hace casi siempre de manera mucho más sutil pero igual de implacable. La indiferencia con la que se vivió la epidemia del SIDA en los años ochenta, vista por algunos como un castigo divino enviado a la comunidad LGTBIQ+, es un ejemplo palmario, pues solo cuando la sociedad comenzó a ser consciente de que la enfermedad podía afectar a cualquiera con independencia de su orientación sexual comenzamos a tomarnos en serio la amenaza y a planificar la forma de contener el contagio y educar a la población. Otras son mucho más sutiles: el rechazo familiar que expulsa del hogar y condena, en muchos casos, a la precariedad y la soledad a muchas personas queer, o cómo se hace la vista gorda a la hora de investigar crímenes que involucran a esta comunidad, son otras caras de esta violencia con la que nos hemos acostumbrado a convivir.
Entre los años 1971 y 1983 se hallaron en las proximidades de las autopistas del Sur de California decenas de cuerpos de hombres jóvenes con claros indicios de haber sido torturados y mutilados. A pesar de que era más que evidente que casi todas las víctimas compartían el mismo perfil y habían sido asesinadas y torturadas de la misma manera, las autoridades desecharon la posibilidad de que hubiera un asesino en serie actuando en la zona, despachando los asesinatos como meros crímenes pasionales sin conexión los unos con los otros, pues no solo las vidas gays no importaban, sino que se daba por sentado que “ese estilo de vida” era, por definición, violento y pasional, o sea, irracional.
Será el 14 de mayo de 1983 cuando unos patrulleros detengan un Toyota que circula de forma irresponsable por la Interestatal 5 cerca de Mission Viejo, California, cuando se den cuenta, demasiado tarde, de su error y de las consecuencias de haberse dejado dominar por sus prejuicios. Al volante del Toyota se encuentra Randy Kraft, y en el asiento del copiloto Terry Lee Gambrel yace muerto. Kraft es detenido inmediatamente, al registrar su coche y su apartamento las autoridades son capaces de vincularle directamente con otros dieciséis asesinatos más, aunque el número total de sus víctimas se sospecha que supera las sesenta. Un par de años después, el 22 de julio de 1991, en Milwaukee, la policía arresta a Jeffrey Dahmer en su diminuto apartamento después de que Tracy Edwards pudiera huir de allí. Edwards, todavía con las esposas que Dahmer le ha puesto, logra pedir ayuda a la policía. Lo que los detectives encontrarán en aquel pequeño piso de Milwaukee escapa a toda comprensión humana. Muchas de las muertes provocadas por Dahmer, sin embargo, podrían haberse evitado si la policía no hubiera ignorado durante meses las denuncias de la comunidad gay de la ciudad, que alertaba de las desapariciones y de la presencia de un depredador. Tal fue la indiferencia y el desprecio por la seguridad de las vidas gays que la noche del 24 de mayo de 1991 dos agentes de policía ayudaron a Dahmer a que se llevara a su apartamento al niño de 14 años Konerak Sinthasomphone, a quien Dahmer había intentado convertir en un zombi, y que vagaba desorientado por las calles tras escapar del piso de su asaltante. Ignorando las protestas de algunas vecinas, que temían que Dahmer le hiciera daño, los agentes de policía despacharon el asunto como una pelea entre amantes -a pesar de que era más que evidente que el muchacho era menor de edad y que estaba claramente incapacitado- y dejaron a Konerak en manos de su asesino, un tipo con antecedentes penales por abusar de varios menores, entre los que se encontraba, ni más ni menos, uno de los hermanos de Konerak.
Por espectaculares que nos puedan parecer, los casos de Kraft y Dahmer no son casos aislados. Tradicionalmente las autoridades han investigado mal o despreciado los crímenes cometidos contra la comunidad LGTBIQ+, al igual que han hecho con la violencia sistémica sufrida por las mujeres. Ambas formas de violencia tienen el mismo origen: el patriarcado y su desprecio total por la diversidad, la otredad y todo lo que ponga en peligro el poder, los privilegios y la imagen de la masculinidad hegemónica. Es por esto que es esencial que la defensa de las vidas y los derechos LGTBIQ+ y el feminismo, que no es otra cosa que la defensa de las vidas y los derechos de las mujeres, caminen de la mano, especialmente en estos momentos de oleada reaccionaria. Juntos encontraremos el apoyo, el respaldo, el cariño y la empatía que surgen de sufrir y enfrentarse a los mismos obstáculos, entre ellos la violencia soterrada que se vive dentro del núcleo familiar, donde en vez de protección, amor, cuidados y aceptación, a veces solo se halla vergüenza y rechazo, como ejemplifica el caso de los asesinatos de la granja Fox Hollow.
En el año 1988 Herbert Baumeister se traslada junto a su esposa e hijos a la granja Fox Hollow, en Westfield, Indiana. Poco tiempo después comienzan a desaparecer chicos y hombres jóvenes gays por todo el condado. En el año 1996 la policía descubrirá restos humanos en un bosque cerca de la granja y a los pocos días, un 3 de julio, Baumeister se suicida antes de ser detenido. De esta manera no solo evitará ser acusado de los al menos once asesinatos cometidos en la zona, sino de los trece asesinatos que le son atribuidos como el Estrangulador de la I-70, y que supuestamente cometió entre 1980 y 1990 en los estados de Indiana y Ohio. Desde el año 2022, los nuevos dueños de la granja Fox Hollow han ido encontrado en su propiedad al menos diez mil pequeños fragmentos de restos humanos. La Oficina del Forense del Condado de Hamilton se ha volcado desde entonces en identificar cada minúsculo fragmento de hueso para así poder entregar los restos de las víctimas de Baumeister a sus familias. Sorprendentemente se ha topado con el rechazo frontal de algunas de estas familias a hacerse cargo –y de facto a honrar y llorar- a sus hijos y hermanos. Ni la muerte, ni el hecho de saber que fueron asesinados y enterrados sin respeto ni cuidado, han sido suficientes para conmover a sus propios familiares, que han mostrado un odio, un rechazo y una indiferencia tan cruel, fría y calculada como la mostrada por el propio asesino.
Porque esto nunca ha ido de siglas, sino de vidas que importan y de vidas que hay que proteger.