Cumplir la ley y derribar el recuerdo en piedra del golpe de estado del 36, de la persecución política y de los crímenes del franquismo es una obligación moral y legal pero también estética (…)
A la muerte del gran faraón Tutmosis I, su hija Hatshepsut vio la gran oportunidad para alzarse con el poder y ceñirse la doble corona del Alto y del Bajo Egipto, sin embargo un golpe palaciego colocó a su hermanastro Tutmosis II en el trono y ella tuvo que conformarse con el título y el papel de Gran Esposa Real. Pero la suerte estaba del lado de Hatshepsut, pues esta enviudó enseguida. Pero su esposo y hermano, con quien tuvo una hija llamada Neferura, había nombrado heredero al hijo que había tenido con una esposa secundaria, un chiquillo llamado Tutmosis al igual que su padre y abuelo, otra oportunidad perdida para Hatshepsut, o al menos eso pensaron sus enemigos en la corte. Pero el nuevo faraón no era más que un niño incapaz de gobernar por sí mismo, así que su madrasta, descendiente directa de los faraones que habían liberado y unido Egipto y ampliado sus fronteras hasta el Éufrates, logró dar un golpe de mano y ser nombrada regente. Dos años después, y gracias a que pudo comprarse el apoyo de los sacerdotes del dios Amón, Hatshepsut pudo por fin ceñirse la doble corona y gobernar como faraón y corregente de su hijastro. No sería Hatshepsut la primer mujer faraón ni tampoco fue la última, pero sí que fue la más famosa, poderosa y longeva de todas ellas, pues pudo reinar durante veintidós años y su reinado se recuerda como un período de relativa paz y de gran prosperidad. Durante los últimos años de su reinado, puso a Tutmosis III a cargo del poderoso ejército egipcio, lo que desmiente que pudiera haber mala sangre entre ambos faraones, pues nadie en sus sano juicio deja el ejército en manos de su enemigo. Sin embargo los últimos años de la faraón fueron bastante tristes y complicados pues a la muerte de su madre y de su gran aliado Senenmut se unieron serios problemas de salud y la otrora esposa del dios y descendiente directa del Gran Amón fue derrotada por una muela picada que le provocó una septicemia.
Pero Hatshepsut no hubiera podido legitimar su acceso al trono -que se hizo sin derramamiento de sangre y sin necesidad de deshacerse de su hijastro- sin que la faraón y su arquitecto Senenmut se embarcaran una campaña masiva de construcción y edificación de templos y estatuas, levantando además los mayores y más hermosos obeliscos que los egipcios hubieran jamás contemplado hasta el momento, lo que hoy en día equivaldría a contratar una gran campaña de marketing para inundar redes y medios con su rostro y sus méritos. Veinticinco años después de la muerte de la gran faraón, que se hacía representar así misma con todos los atributos masculinos del poder, y que dibujó en los templos de Karnac la historia de que había sido concebida por el propio dios Amón, su nombre e imagen fueron sistemáticamente borrados de los templos y obeliscos, quizás porque Tutmosis III comenzó a temer que las poderosas, inteligentes y ambiciosas mujeres de la XVIII Dinastía pudieran sentirse tentadas a seguir los pasos de su antepasada -spoiler: sí que lo intentaron con más o menos fortuna-. Sin embargo nadie se atrevió a echar abajo el impresionante templo funerario de Hatshepsut, que hoy en día todavía se erige orgulloso y bello a los pies del Valle de los Reyes. Junto a él Tutmosis III, en un afán por legitimarse, unir su memoria a la de la gran faraón y engrandecer su propia figura, hizo construir su templo funerario, mucho más grande que el de su madrastra y del que hoy en día solo conservamos escombros y piedras.
Adelantémonos miles de años, vayamos ahora hasta el siglo XIII y pongámonos en la piel de un habitante cualquiera de Burgos o Uviéu o Colonia, e imaginemos cómo se sentiría al contemplar la catedral recién erigida y cuyas bóvedas parece que se atreven a rozar el cielo. Al entrar en el templo es golpeado de repente por el intenso olor del incienso mientras el sonido de sus pasos rebota en el mármol del suelo y se pierde entre las imponentes columnas que sostienen la catedral, tan insignificante él ante la grandeza de Dios, tan encogido y pequeño en su humanidad transitoria frente a las piedras y la eternidad del templo. Las vidrieras bellamente talladas, las estatuas y retablos le permiten recrear la Historia Sagrada a pesar de que las letra escrita le está vetada y la misa es en latín y apenas la entiende, pero las imágenes sustituyen a la perfección la palabra escrita e incluso hablada. Pero la catedral también le cuenta otra historia, pues se alza para mostrar el poder de la Iglesia -no solo el de Dios-, mayor que el de los monarcas cuyos palacios, por el momento, no parece que puedan rivalizar en tamaño, lujo y belleza con las catedrales.
Nada de lo que levanta, crea o construye el ser humano se hace sin un propósito, incluso el propio arte sirve a intenciones más ambiciosas que las artísticas. Crear belleza es, en sí mismo, un propósito político y ético. Cuando un monarca, una institución o un gobierno se embarcan en eso que llamamos “obras públicas” lo que están haciendo es política y propaganda, con más o menos fortuna, con más o menos gracia, con más o menos arte. Pero no todo lo que se construye y se levanta es arte ni todo lo que se ha construido en el pasado tiene un valor artístico, pues también está preso de las modas, los materiales, la habilidad y la pericia de los constructores y las ideas que lo impulsaron. Las construcciones de los fascistas y de los nazis son obras fallidas tanto desde la perspectiva ética como desde la estética, pues fueron creadas para amedrentar y para deshumanizar. Se levantaron además copiando de forma chabacana otros estilos artísticos, como el neoclásico o el gótico, detrás de ellas no hay ni originalidad, ni creatividad ni genio, solo mala baba. Muchas de las obras y edificios fueron construidos además con mano de obra esclava, presos políticos y presos comunes obligados a trabajar hasta la muerte, seres humanos de los que apenas nos separa una generación, por lo que su recuerdo y su descendencia todavía puede ser trazada entre nuestros vecinos, cuando no en nuestra propia familia. Cumplir la ley y derribar el recuerdo en piedra del golpe de estado del 36, de la persecución política y de los crímenes del franquismo es una obligación moral y legal pero también estética que convertirá a nuestras ciudades en lugares libres de la propaganda fascista y, por tanto, y en consecuencia, ciudades más humanas, más amables y más bellas.