«Quizás por ello se los repetía una y otra vez a este asturiano amateur que prestaba buenos oídos a cambio de un de un plato de su arroz con leche«
Esta semana hace veinte años que llegué a Gijón. Me recibió un cielo del mismo color que las paredes de la estación de Alsa. Ese gris de julio era exótico y cautivador para alguien nacido en la Costa de la Luz. Como un liviano orbayu, casi imperceptible, que todo lo empapa, esta ciudad me fue calando hasta que se convirtió en mi ciudad.
A los pocos días de mi llegada, una amiga me instó a relizar un acto de inculturación como a aquel que interpretó Richard Harris en Un hombre llamado Caballo. Era la fiesta de su pueblo, una envejecida aldea de 40 casas y 90 habitantes, a orillas del río Dobra. Como no había mozos suficientes para sacar al santo en procesión, la solución pasaba por vestir a un andaluz de asturiano. Así que, el andaluz se calzó las madreñas y estuvo ensañando varios días por las caleyas cercanas a la ermita hasta que, tras varios resbalones y caídas, alcanzó la suficiente pericia como para no hacer un excesivo ridículo el día de la solemnidad y para que San Juan «El Degollau» pudiera procesionar sin que su cabeza corriera aún más peligro.
Tras la romería vinieron las subasta del ramu, la subida a la jorcadiella y la fiesta de prao en la que el andaluz descubrió que la sociedad que bebe unida permanece unida.
Los días posteriores a la fiesta los pasé conversando con la güeli de mi amiga, una matriarca con un talento natural para los guisos y la retranca que me adoptó como nieto. Después de la pitanza, nos sentábamos a tomar café en el porche de su casa y yo me quedaba embelesado escuchando sus historias: frágiles fragmentos de pasado conservados en la memoria oral de nuestros mayores. Güelita me hablaba de los «fugaos» que vivieron en la montaña y a los que ella, de niña, llevaba comida en una cesta de mimbre que aún conservaba y que le gustaba enseñarme como el arma de familia noble que pasa de generación en generación. Me hablaba de los que emigraron y volvieron, pero sobre todo, de los que no volvieron; de romances clandestinos que todos en el pueblo conocían y aceptaban; del hijo del cura y los secretos de la molinera; de cómo suenan las tripas del alma cuando uno tiene hambre de verdad y la injusticia no solo niega el pan sino un sustento mucho más importante: la dignidad. Era como si la güeli sintiera el deber de evitar que los nombres de sus historias cayesen en el insondable pozo del olvido. Quizás por ello se los repetía una y otra vez a este asturiano amateur que prestaba buenos oídos a cambio de un de un plato de su arroz con leche.
Las historias de la güeli siempre eran interrumpidas por la visita de la señora María, su vecina, una mujer que llevaba el sufrimiento tatuado en cada una de las arrugas de sus sienes. Desde niña se acostumbró a que la moliesen a palos. Primero fue su padre, que además abusó de ella; luego su marido. Escapó de un círculo del infierno para caer en otro más profundo, hiriente y desolador. Su matrimonio fue un contrato de esclavitud que la mantuvo años con la mirada rota por la tristeza y la cerviz inclinada hasta el día en que a su verdugo le dio por morirse. La güeli mi contó que cuando le llegó su San Martín, el marido de María se retorcía en la cama y, desconsolado, le lloraba a su esposa: «¡Ay, María, que me voy y no os dejo nada!». A lo que María respondió: «Con que nos dejes, ya nos dejas bastante».
María era muy malhablada y a cada diez palabras soltaba un cagamento. La güeli se enrojecía cuando su vecina blasfema en mi presencia y le dijo: «¡María! No mentes tanto a Dios y habla bien que vas a asustar al nenu». María me miró y dijo: «No me lo tengas en cuenta. Para mí son solo palabras. Yo no sé muy bien lo que digo. Aunque, yo por lo menos me acuerdo de Dios a cada momento. Él, en cambio, no se ha acordado de mí ni un solo día de mi vida». Las palabras de la señora María me han ido empapando desde entonces como un liviano orbayu, casi imperceptible, que te cala los huesos y se te encoge el alma.