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Paciencia

Silvia Cosio por Silvia Cosio
21/05/25
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«El tiempo es un lujo tan escaso e inaccesible como los alquileres y tan valioso como un beso de Pedro Pascal. Un medidor perfecto de la clase social a la que se pertenece y de nuestro valor en la sociedad»

Vista general del cruce en el que la avenida de la Costa se une a las calles Ramón y Cajal y Menéndez Pelayo. / Google Maps (cedida)

Hay un semáforo en Xixón, el de la avenida de la Costa en la intersección con las calles Ramón y Cajal y Menéndez Pelayo, que es la medida que utilizo para tomarle el pulso a mucho de lo que somos y hacemos en esta ciudad. El diminuto tramo de carretera que regula este semáforo, apenas unos metros que se recorren con un par de zancadas, es un peligro, pues por él circulan los coches a toda velocidad en una ciudad en la que conducir rápido es un mal endémico que hace que incluso subirse a un autobús te haga sentir como una participante de las 24 horas de Le Mans. Sin embargo el peligro objetivo de ser atropellado no evita que casi todos -incluida yo misma- los que tenemos que cruzar por ahí intentemos saltarnos el semáforo. Y es que este semáforo no solo regula el paso de los coches y los peatones, sino que principalmente mide el respeto de los conductores por las normas de tráfico y la paciencia de una ciudadanía a la que el mero hecho de tener que esperar un minuto y medio nos supone tal sacrificio que estamos dispuestos a poner en peligro nuestra integridad física.

Que vamos a salto de mata, con la lengua fuera, de un lado para otro, siempre atareados, siempre cansados, siempre impacientes, no es un secreto para nadie. El capitalismo se sustenta principalmente en el tiempo que dedicamos a trabajar y a hacer ricos a otros. Y en cada fase del capitalismo esta tendencia se ha ido acelerando, vampirizando nuestro tiempo y cambiando la forma en la que nos relacionamos con los demás. Obligados a estar en perpetuo movimiento y ocupados, vivimos con sordina y actuamos por instinto, por eso en cuanto tenemos que parar nos sentimos extraños, incómodos, porque hemos desaprendido a ser pacientes, a estar desocupados.

El tiempo es un lujo tan escaso e inaccesible como los alquileres y tan valioso como un beso de Pedro Pascal. Un medidor perfecto de la clase social a la que se pertenece y de nuestro valor en la sociedad. Es por eso que los que disponen de tiempo nos acaban resultando una molestia. El anciano que da palique a la cajera o se pone a contar las monedas de la vuelta, el viandante que afloja el paso en la acera para mirar un escaparate, el niño que quiere contar con todo lujo de detalles su día en el cole… acaban padeciendo nuestras miradas y gestos impacientes pero también de sospecha y hasta de ofensa, pues aquellos que tienen tiempo y lo exhiben nos hacen desconfiar, nos resultan sospechosos, extravagantes, improductivos.

No tenemos tiempo que perder, es cierto, pero no tenemos tiempo que perder porque no tenemos tiempo, lo que nos está transformando en seres solitarios y acelerados pero sobre todo descorteses y egoístas, pues la cortesía, la generosidad y la buena educación se nutren del tiempo y de la paciencia. Nada de esto es accidental, es el propio sistema el que se sustenta gracias a la prisa, la impaciencia y la despersonalización. Las tiendas y los supermercados ya no son lugares en los que perder el tiempo, pensar, tomar decisiones o disfrutar, son espacios sin personalidad que aspiran a que entres, consumas y te vayas, donde sus empleados y empleadas apenas tienen contacto con la clientela, ocupados en doblar la ropa, colocar mercancía en los estantes o entregar pedidos on line. Las cajas de autopago, los cajeros de recogida de paquetes, la música atronadora… todo está diseñado para que compremos sin necesidad de intercambiar una sola mirada, una sola palabra con otro ser humano. Las calles de nuestras ciudades han dejado de estar hechas para el paseo y solo sirven ya para llevarnos de un lugar de consumo a otro. En las terrazas y cafés nos meten prisa para acabar nuestras consumiciones, los coches no esperan a que el viandante termine de cruzar el paso de cebra para continuar la marcha y un segundo de demora en arrancar el vehículo cuando se abre el semáforo se replica con una sinfonía de cláxones impacientes y rabiosos.

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Nos hemos convertido en islas en las que solo nuestro tiempo, nuestros deseos y nuestras necesidades cuentan, y esto se nota también en el tráfico de las ciudades y, sobre todo, en nuestra forma de conducir, especialmente en nuestra ciudad, Xixón, que sigue anclada en el ‘cochecentrismo’ y la exhibición de unas formas al volante muy poco corteses. La ridícula y absurda guerra del Ayuntamiento contra la normativa para rebajar las emisiones en los centros de las ciudades, esto es, evitar que nos enfermemos y muramos por culpa de los humos de los coches, que ha provocado la pérdida de las subvenciones y la subida del precio del autobús -el transporte de todas y todos los ciudadanos-, no es más que la réplica acelerada y megalómana por parte del Ayuntamiento de la misma obsesión que exhibimos algunos viandantes por cruzar en rojo el semáforo de la Avenida de la Costa: un acto suicida y absurdo, en el que se están poniendo los intereses personales y electorales por delante del bienestar de la ciudadanía, llevado a cabo por un gobierno municipal que, impaciente y apresurado, hace tiempo que ha olvidado hacia dónde dirige sus pasos.

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