
«Está dedicada mi calle a la memoria de un conocido autor de teatro costumbrista asturiano que fue practicante en el ‘barrio alto'»
Acaricia el sol primaveral mi alfeizar en la calle Eladio Verde. Y desde ese mirador pasa la vida ante mis ojos con el confuso ritmo que ofrece abril.
Está dedicada mi calle a la memoria de un conocido autor de teatro costumbrista asturiano que fue practicante en el ‘barrio alto’. Colaboró Eladio de una manera activa en las campañas de vacunación, ganándose el cariño del universo playu. Al parecer, se rebautizó la calle en febrero de 1971, o eso mismo escuché comentar en una ocasional tertulia organizada justo debajo de mi ventana; antes se llamaba Alta de Cimadevilla, nombre muy poético. Como el del enigmático lema de «Cuidao con la perra que lame» en la fachada del hogar de la inolvidable Sole. Por encima de unos cables, por debajo de unos tiestos verdes.
Escuché la historia de Sole al caer la noche, desde mi ventana, con palabras susurradas por una pareja mientras dirigían su vista a una redonda y luminosa luna, después de un beso largo con la boca abierta. Hoy sigue el astro rey dedicándonos un día esplendido. Se despojan los cielos celestes de cenicientos nubarrones y una esponjosa nube toma forma de sardina enorme y deliciosa. Salen de la hueca Fábrica de Tabacos los compañeros felinos; dormitan y se estiran sobre la acera caliente. Ya llega Lore en bici, sonríe esa mierense de Cimavilla, fina como un alambre, de humor contagioso e inquebrantable energía. Y detrás van desorientados y haciendo el ridículo una piara de treintañeros tardíos. Cantando, gritando, queriendo estirar la juventud perdida en una lamentable costumbre o celebración que deja a Gijón a la cabeza del turismo borracho, chancletero y cutre. Despedida de soltero lo llaman, despedida de la dignidad debería llamarse. Aparece un grupo de turistas jubilados con guía y otro y otro más, hasta formar tapón a la altura de la subida al parque, Pasan botando el balón los del Cimavilla Basket y se cuelan dos guajes entre la muchedumbre con una pelota de cuero. Uno moreno y otro rubio, uno con la zamarra de Bellingham y el otro con la camiseta de Yamal, van regateando jubilados sin ahorrar carcajadas y los pierdo muy pronto con la mirada.
Echaré de menos los paseos de Peñespardes y Casimiro en busca del penúltimo vino antes de «recoger». Sus risas, esas repetidas bromas de Casimiro, una suerte de Fred Astaire pequeñín, con cara de neñu travieso. Casimiro, que formaba triunvirato feliz con Peñespardes y el Zagalu. Se murió Oscar, sin tilde, se nos fue Peñespardes cuando despuntaba abril y a los pocos días su compañero de ronda no pudo aguantar la pena. Estas tardes solo veré al Zagalu, y eso solo con suerte, si la nostalgia de chigre le deja pisar las calles. Pasa Ben-Hur con la gorra calada y su «cuadriga» de perros que me ladran en cuanto detectan mi mirada. No falla, son imbéciles estos canes. Baja en bici Patri y vuelven a ladrar, lo dicho, más tontos que una piedra. De repente me sorprenden los aromas de la Sidrería Tabacalera: bocartes, cachopo, pulpo… me relamo y atuso bigotes y zarpas. Ahí está mi siamesa de ojos cobalto, por fin salió de la guarida a saludar a su minino favorito, Cree que no lo sé y los dos disimulamos pero esos maullidos no pueden engañarme. Me ama, y yo a ella, claro. Un vecino abre de par en par la ventana y pone la radio, suena Patanegra, la música de los hermanos Amador recorre Eladio Verde como brisa cantábrica, atrapando corazones en la primavera de nuestra vida: «Y pasa la vida, igual que pasa la corriente cuando el río busca el mar, y yo camino indiferente donde me quieran llevar.