
«Patricia Ibaseta Díaz se acaba de jubilar de su trabajo en la abogacía, pero tiene tantísima actividad que quedar con ella ha sido un triunfo. Eso sí, descubrir su vida a lo largo de esta charla ha sido tan apasionante como divertido»

Patricia Ibaseta Díaz se acaba de jubilar de su trabajo en la abogacía, pero tiene tantísima actividad que quedar con ella ha sido un triunfo. Eso sí, descubrir su vida a lo largo de esta charla ha sido tan apasionante como divertido. Y esa vida, que ella ve llena de color, la plasma en su mayor afición: la pintura. Desde su refugio de Ponga, la antigua casa de la familia de su madre, deja volar su imaginación y aprovecha cualquier superficie para darle vida siempre desde su ojo de artista. Y es que desde muy pequeña la cultura pictórica ha formado parte de ella.
¡Meca! Está en “primero de jubilada”.
Y en “primero de entrevista”. ¡Bueno, casi en segundo, que ya me han hecho tres!
¿Qué papel desempeñaba dentro de la abogacía?
Yo era abogada del Ayuntamiento de Oviedo y, los últimos diez años más o menos, fui directora de la asesoría jurídica de ese mismo Ayuntamiento. ¡Ah! En Gijón estuve cuatro meses (se ríe). Así y todo, siempre viví y vivo aquí, en Gijón.
Ese cargo, ¿qué significa?
Es muy importante. En las ciudades grandes como Gijón y en las capitales de provincia como Oviedo, tienen que tener una asesoría jurídica. Esa persona es la que asesora a la corporación, concretamente al alcalde, cuando así lo reclama.
Toda una “jefaza”.
Controla también todos los temas de contratación, velando por la legalidad de estas.
Usted además pertenece a una gran saga de juristas.
Mi abuelo, Eduardo Ibaseta, fue decano aquí en Gijón muchos años. Le concedieron la medalla de oro de la Abogacía Española, la Gran Cruz al Mérito de la Abogacía en San Raimundo de Peñafort. Desde hace unos años tiene una placa frente a los juzgados. Al inicio de mi carrera trabajé con él. Ya era muy mayor…
Yo tenía un médico de pequeña que se llamaba Eduardo Ibaseta. ¿No es coincidencia, verdad?
¡Ay! Era mi tío el otorrino.
En mi casa le teníamos muchísimo aprecio.
La verdad es que eran unos personajes. Mire, mi padre, José Ramón, estudió Derecho, aunque trabajó en el Banco Bilbao. Pero por lo que más destacó fue por la afición a la pintura.
De ahí la suya.
No, él no pintaba, de hecho, lo hacía fatal. A él lo que le gustaba era la obra en sí. Suárez Torga, que era un conocido sastre y pintor de la época, era vecino de él.
¿Y le visitaba…?
Mi padre tuvo que estar tiempo en casa por una operación en una pierna, así que para entretenerse iba a casa de este señor, donde siempre había alguno de los pintores de la época.
Se aficionó a la pintura.
Con el tiempo se empezaron a reunir en un bar. Allí iban Marola, Magdaleno, Piñole, Antonio Suárez, Aurelio Suárez, Navascués, Mieres, Marisa, Pepa Osorio… Iban también periodistas y escritores como Clotas, Ladis (fue compañero de pupitre de mi padre en la Academia España).
Menudo grupo.
Ahí ya iban a un local que tenían. Fue donde Piñole empezó a pintar sus famosos gallos. Mi padre compró uno. ¡Por cierto! ¿Sabe que me pintó a mí cuando era pequeña?
¡Acabáramos! Pero no me extraña por la condescendencia de su padre. Era coleccionista, ¿verdad?
Y apoyaba a los pintores. Se aficionó de tal manera a los gallos que empezó a comprar figuras, esculturas… allí donde iba. No cabían ya en casa, así que mi abuelo, que tenía un sótano —que se apodó El Sotanín—, se lo dejó para que colgara y colocara los dichosos gallos.
Porque aquella era otra época, ¿no? Los pintores, digamos, que no tenían el poder adquisitivo de ahora…
No había ferias… era diferente. Mi padre les ayudaba.
Volvamos a El Sotanín. ¿Iba por allí?
Yo era una niña (tengo dos hermanos) y los niños íbamos, ¡pero bueno! Eso sí, los conocía. Y fíjese, me acuerdo de Alfonsa, que era una señora que tenía en ese portal un puesto de pan.
¡Qué recuerdos, eh! Ahora háblenos un poco de su segunda casa, de Ponga.
De Ponga era mi madre… incluso tenemos un antecedente que era escribano, un tal Diego González. ¡Que, oiga!, parece que los Díaz tienen perfil bajo, pero…
Como usted, ¡eh! Que ya me empezó diciendo que tenía perfil bajo… y estoy descubriendo a una mujer interesantísima.
(Se ríe) Lo de este señor, el escribano, lo descubrí porque encontré unos “papelinos”… en mi casa se guardaba todo. ¿No ve el tema de los gallos con mi padre? Eso sí, ahora ya estoy empezando a tirar algo… lo tengo todo en Ponga.
Centrémonos en la pintura.
Fui a muchas clases de pintura. Fíjese, de niña me dio clases Fernando Magdaleno.
¿Con qué pinta?
Sobre todo, con pintura acrílica y hago muchas cosas… soy muy creativa, aunque está mal decirlo. Pinto en maderas, de todos los tamaños. Las primeras que pinté se llamaron “El cuarenta y ocho” porque eran seis tablas de ocho cuadrinos. Hago libros de artista, cuaderninos…
¡Atención! Está en primero de jubilada, es de perfil bajo… pero muy creativa.
(Se ríe) Creo que me va subiendo el perfil.
Ahora en serio…
Me gusta mucho el color. ¡Meca! Si traigo una camiseta negra… pues es por puro azar…
¡Me parto!
Mire, me decía no hace mucho un amigo que parecía mentira que una mujer de más de sesenta años pintara con tanto color. No sé… tan alegre.
Me están entrando unas ganas de ver una exposición suya aquí en su ciudad…
Yo es lo que quiero.
Pero hizo ya alguna en la Fundación Alvargonzález, y colectivas también.
¡Uy! Salieron muy bien. Mire, yo es que creo que antes, no sé, no me atrevía…
¿Qué pasa en su vida para que se atreva?
La madurez.
¿Y qué le gusta?
El arte contemporáneo, el abstracto, me gusta mucho, pero, por ejemplo, esas pinturas de personajes, cómic… no me llaman la atención.
¿Cómo pintaría a Gijón?
Ya la pinté.
Digo ahora, tal y como está, también ese perfil suyo que sube por minutos. ¡Qué digo! por segundos…
Efervescente, con mucha vida, mucho color… nada serio.
Es que aquí somos así, pura vida y muy “artistones”. Me extraña que no escriba.
Y escribo. Me gustaría mucho hacer la historia de la familia, pero en clave de humor. Y, por cierto, déjeme contar más de los Díaz.
¡Venga!
Mis padres se conocieron en Ponga. Mi madre, María Luisa, era muy curiosa y muy discreta, como yo (se ríe). Tenía una casa muy guapa (ahora donde yo paso tanto tiempo). Mi abuelo Cayetano había estado en Chile, de hecho, murió allí.
¿Fue?
Sí, después de morir mi madre, porque tengo un tío allí.
¿A qué país le gustaría ir para ver alguno de esos colores que pinta?
No conozco Asia, me gustaría ir allí.
¡Bueno, bueno, Patricia! Qué interesante es usted. No quiero despedirme sin que nos cuente cómo fue ese encuentro con los reyes y sus hijas.
(Se ríe) Les regalé a cada uno unos marcapáginas. Fue cuando a Arroes lo nombraron Pueblo Ejemplar. Había hecho allí unos talleres y por eso fui. La reina Letizia me dijo que le gustaba mi blusa. Y eso que iba como vestida de pintora. Desde luego, nunca pensé que se pararían en los “puestinos” que había, además del mío.
Pensó que iba a ser como la película “Bienvenido Mister Marshall”.
Fueron muy amables.
Y con esto nos despedimos. Espero ver ya una exposición suya, mujer de perfil bajo, tirando a estratosférico, pintada además por Piñole. Ha sido un placer muy divertido hablar con usted.