
Los gijoneses estuvimos a punto de decir adiós para siempre a nuestros gladiadores rojiblancos y no poder celebrar como se merecía el centenario de su creación, coincidente con este año

El 2005 fue un año agridulce para nuestro amado equipo local, el Sporting. Este pasaba por una época de “vacas flacas”, más bien famélicas, porque debía de afrontar el pago de grandes deudas a no menos acreedores. Se habló de la friolera de 51 millones de euros, cifra que con solo escribirla ya marea. Llegó incluso a entrar en un proceso concursal reclamado por la empresa que cuidaba de que el césped de El Molinón estuviera en perfecto estado de revista, Coral Golf.
Es más, los gijoneses estuvimos a punto de decir adiós para siempre a nuestros gladiadores rojiblancos y no poder celebrar como se merecía el centenario de su creación, coincidente con este año. La salud del equipo estaba en encefalograma plano y no parecía poder recomponerse ni, aunque la afición hubiera salido a la calle con una hucha en mano o el recordado y queridísimo Fernando Fuello, capellán del equipo, hubiera ido andando a Covadonga.
Pero, siempre lo hay, la afición de Gijón no iba a perder las esperanzas ni la ilusión de seguir entonando el himno sportinguista, y poniendo una venda en los ojos, o mejor aún, un antifaz, decidió hacer de ese 2005, una oda al equipo sin dejar indiferente a nidie, ni siquiera a la estatua de Pelayo. Invocando al mismísimo Superman, nuestro rey lució durante los días de aquel lejano antroxu, la camiseta rojiblanca y sujetó una ansiada copa.
Como ya saben, un par de años después, en la temporada 2007-2008 y bajo el mando del míster Manolo Preciado, el soñado ascenso se hizo realidad. Ya ven, nada es imposible. En esa ocasión nuestra querida estatua fue testigo de la locura desatada por la afición que no dudó en lanzarse a la fuente que luce a sus pies.