Las comadres cuchicheaban-la chiquilla no se puede enterar- y la chiquilla ya sabía que Cimavilla era el barrio del pecado
Escuchar a Pilar Sánchez Vicente es un buen ejercicio vital. Dejarse llevar por sus palabras cargadas de energía es un viaje en el tiempo sin mover los pies del suelo. Suspira la memoria recordando unas rutas literario-históricas por el casco viejo gijonés. Con una Pilar de las Mareas descubriendo al personal la fatal decisión de Enrique III, que borró del mapa la ciudad en 1395. Su tío: el Conde Alfonso Enríquez había propiciado el origen del Principado de Asturias en 1388. Ese territorio insurrecto capaz de enseñar los dientes a la Corona de Castilla. Años más tarde volvió a ocupar la población aquella tierra quemada y la vida se abrió paso murallas adentro como las margaritas entre las piedras.
Rutas para contar la expansión planificada por Jovellanos y la división de dos barrios en uno. Dos capillas. Playa o puerto. Al oeste La Soledad (pesquera y ballenera) y al este Los Remedios (con las casonas nobles y la actividad mercantil). Tiene Pilar el corazón playu. La primera vez que pisó el barrio de La Soledad fue con su abuela y sus hermanos que tenían puesto en la plaza del pescado. No olvida el trajín mareante de la rula, el bullicio, la lengua procaz de las morrongueras, el intenso olor a saín. También se acuerda de su tío que le puso un piso a la querida en Los Remedios.
Las comadres cuchicheaban-la chiquilla no se puede enterar- y la chiquilla ya sabía que Cimavilla era el barrio del pecado. A principio de los setenta militaba Sánchez Vicente en la CNT y «El Cóndor» se convirtió en su segunda casa. Allí cantaban música latinoamericana de acordes revolucionarios. Con la transición abrieron sus puertas pubs como «La Enagua» y «El Arca de Noé» y en los ochenta fueron sumándose a la lista: «El Furacu», «La Corrada», «La Folixa» o «El Piquero» (el bar más rockero). Se acuerda Pilar de un trabajo de verano en «El Furacu» cuando tenían asientos de muelle y saco. Minutos de limpieza y horror en el baño turco de los hombres, había que entrar con una pinza en la nariz, evitando que el agua y «otras lindezas» amenazaran las sandalias de esparto. Aún estaba L’Atalaya ocupada por los militares en un recinto cerrado por una alambrada. Su pandilla echaba las horas tumbándose en la hierba, cantando, fumando, matando la gusa con galletas de coco y mistela ante la envidiosa mirada de los soldados. Cuando la ciudad recobró el último bastión, que separaba la mar de los herejes de nuestra costa, la costumbre era perderse por los túneles del polvorín hasta llegar al búnker sobre el que se levanta el Elogio del Horizonte.
Pero entonces llegaron de golpe los años malos y lo aventurero se tornó en siniestro, las jeringuillas besaron a las flores, los trapicheos y peleas formaron parte de la rutina de un caballo que galopaba sin freno… A veces cierra los ojos esta gran escritora. En esos minutos a solas con la mar batiente en el cerro. Dejando que el viento del norte despeine su cabellera de fuego. Y piensa en el barrio alto como una suerte de Mont Saint-Michel cercado por el agua con la subida de las mareas. Imagina la puesta de sol de mañana o un trago con amigos en la Cuesta del Cholo. Sonríe Sánchez Vicente recordando a «La Tarabica» y a Chelo «La Mulata» en su libro preñado de Cimavilla: «Mujeres Errantes». Sigue sonriendo Pilar sin abrir los ojos, contando los días que faltan para descubrir un sueño de páginas emocionantes llamado «La hija de las mareas». Que despertará en su librería de confianza en cuanto el otoño roce el calendario.