Se buscan gestos de aprobación, reconocimientos o alabanzas, dándole, en casi la totalidad de ocasiones, una importancia enorme al grupo sobre el propio yo
La sencillez es esa fórmula magistral que los humanos, aun teniéndola, nos dedicamos, en multitud de ocasiones, a modificarla con el fin de parecer aquello que no somos, de engrandecer lo que hacemos o de untar nuestras acciones de un betún glamuroso transparente. Inmersos en la exigencia social competitiva, complicamos nuestra manera de ser o, en la propia explicación de nuestras labores, usamos el lenguaje con el fin de acrecentar, camuflar o adornar aquello que nos describe o hacemos.
¿De dónde viene ese deseo de aparentar más de lo que somos? Las heridas narcisistas autoprovocadas, debido a esa gran presión social que nos ejerce la necesidad de gustar, de ser aceptados en cada grupo, de seguir creciendo sin pensar en el cómo, con ese enorme escrutinio autocrítico construido a base de cinceles agarrados en la más tierna infancia, nos obliga, muchas veces de manera inconsciente, a renunciar a la sencillez de lo que soy.
Nos alejamos de la posibilidad de ser patitos feos en un lago repleto de vanidad, buscando la admiración del prójimo como posible salvavidas ante insatisfacciones. Desde nuestros primeros pasos, tenemos la necesidad imperiosa de encajar; con la familia, primero, profesorado, después, y el grupo social establecido, por último, en esta vida cada vez más encaminada a una competición repleta de marcas y ayudas ya establecidas. Se buscan gestos de aprobación, reconocimientos o alabanzas, dándole, en casi la totalidad de ocasiones, una importancia enorme al grupo sobre el propio yo, aderezado por una sociedad cada vez más escalonada, buscadora del respaldo del otro para ubicarnos en peldaños aparentemente superiores.
Si a esos aspectos, que refuerzan la autoestima a base de estímulos externos, se les une la ambición insana o insaciable por un objetivo y la pérdida de valores de cada uno en beneficio de la aprobación por parte de terceros, agarrándonos a la parte negativa de la heteroestima para asentar comportamientos y actitudes, estaremos ante personas cuyo desarrollo personal se encuentra maniatado por otras miradas, anclando sus muñecas con esposas en una relación intersubjuntiva que se podrá alejar de cordadas comunes sujetadas por el esfuerzo personal entre mosquetones de valores.
Me gusta la sencillez, la aparente normalidad, la cercanía que da la persona y no el escalón de barro construido por el puesto o trabajo. Odio las presentaciones a través de profesiones, esquivando a aquellas personas que, con el apretón de mano, te recitan el currículum, cual una entrevista laboral se tratara. Evito responder al profesional, no a la persona, que entonando sus logros no se da cuenta que, a quien da la mano, a un maestro, ayudó a construir la persona que me habla, poniendo los pilares, la motivación, la base para su formación, personal y profesional, pues sin la sencillez de ese histórico vocablo, magister, es imposible la complejidad de la bella estructura construida, de un acertado diagnóstico realizado, del dibujo nítidamente trazado o de cualquier investigación que nos da luz ante el ocaso.
Tampoco le digo que él, que ella, no podría realizar bien su trabajo sin la persona que, horas antes, acondicionaba el espacio para que la limpieza estuviera presente en despachos englobando distintas profesiones. Tampoco tendrá la tranquilidad sin esa persona que se encuentra siempre dispuesta en un teléfono para atender las urgencias, o se desajustará su labor sin aquel que lleva en el momento justo los papeles adecuados para tomar decisiones por terceros. Esas personas silenciosas que gritan lo que son y no lo que hacen, me encantan, pues es cierto que cada uno, cada una, tenemos un lugar profesional, pero todos tenemos un lugar vital que nos iguala, o debemos hacer todo lo posible para ello.
A veces, lo simple, lo sencillo, es la mayor de las complejidades, y buscando, anhelando lo sublime perdemos la belleza del suelo, que es, justamente, lo que nos va a permitir disfrutar de las alturas. Me encanta ser feliz con las cosas sencillas, con la cotidianidad, con la imperfección o con actuaciones pueriles, intentando ser yo en cada momento, pues, cuando eso se pierde, cuando los trajes y corbatas son los encargados de darte el brillo de la grandeza, cuando el protocolo te coloca en posiciones efímeras, elitismos impostados, te conviertes en protagonista de reinados de cuento con paseos desnudos. Defiendo cualquier profesión o ninguna, defiendo la franqueza, la sencillez, la felicidad y la sonrisa sobre todas las cosas, pues en este mundo de espejos agrietados, ser uno mismo, sin dar igual dónde estás o lo qué haces, es básico para eliminar la sensación de fracaso cuando otro te mira con gafas escalonadas.
A veces, el lugar ocupado desde el puesto, o la soberbia de aquellas personas que se sienten superiores por la labor realizada, refuerzan mi idea de la importancia de las personas calladas, esas que cada día su voz se proyecta para disfrutar del hacer y del ser. No soporto el envoltorio caduco de escalones sociales que deberían ser, en cada generación, más pequeños y, sin embargo, por esa mirada social egoísta sin contemplar el conjunto, cada vez son más altos. Ni tampoco la competitividad que provoca frustraciones individuales olvidándose del valor propio de cada uno y la importancia dickeniana de su vida. Por eso sigo disfrutando de las cosas pequeñas, pues siento que se puede y se debe seguir contemplando las alturas con los pies en el suelo. Me encanta estar acompañado de las personas que se basan más en el ser que en el tener, hacer o estar, pues el ser es ese verbo atemporal que nos define, mientras que el resto son tan solo espacios en un momento determinado.