«En su vaciamiento paulatino de exposiciones, intervenciones, programas y trabajadores hasta la salida final de la gerente y la programadora anunciada este domingo, hay algo eminentemente poético con Laboral, de una solidez terriblemente coherente»
Nunca hemos entendido qué significaba LABoral Centro de Arte o sí lo comprendimos pero nunca lo asimilamos, no llegamos a aceptarlo como tal, nunca lo incorporamos a nuestra vida. Me gusta pensar que LABoral Centro de Arte era un artefacto postmoderno, post-poético, a la manera en que Agustín Fernández Mallo o Eloy Fernández Porta definieron hace ya once años un nuevo paradigma del arte. Quiere uno decir que el LAB era un espacio fronterizo que en sí mismo formaba parte de un extrarradio, no sólo geográfico, sino creativo, artístico, industrial, incluso, temporal. Pero lo interesante, sobre todo, y eso es lo que dota a aquel edifico de un sentido artístico total fue la actitud con la que LAB se construyó: una manera moderna, arriesgada y relativamente pionera de abordar una obra de arte que no necesitaba necesariamente un soporte material. Más que un museo, LAB era una lupa dentro de una huella.
En su vaciamiento paulatino de exposiciones, intervenciones, programas y trabajadores hasta la salida final de la gerente y la programadora anunciada este domingo, hay algo eminentemente poético, de una solidez terriblemente coherente, acentuado y subrayado con sus muros blanqueados y la elevada altura y profundidad de los pabellones. LAB es en sí mismo un fenómeno poético que nos habla de la ruina, pero una ruina particularmente etérea y siniestra, como si los objetos y hasta sus espectadores se desvanecieran con el paso del tiempo y solo permaneciera indeleble la robustez de sus muros.
Decíamos antes que LAB se movía en el extrarradio del arte y del tiempo. De toda aquella voluntad de experimentar una vanguardia aún queda el sonido hueco del vacío, la huella indeleble de un tiempo espectral que permanece entre nosotros. LAB nos habla de una ruina blanca, estática, inmutable. Es una nave inquietantemente vacía y varada como una ballena en su odisea espacial, anclada a una ciudad levítica, cuyo nombre también se desvanece en el mapa. LAB, con sus mercadillos y la deserción de sus patronos, se convirtió desde hace unos años en una anomalía de la industria y la gestión pública del arte en la era capitalista, marcando quizá un precedente, un hermoso fracaso, o al menos, el fracaso límpido y translúcido de los espacios públicos administrados para el arte.
LAB es una ficción poética, lúcida, alucinada y postmoderna. LAB es lo más parecido al olvido o lo más parecido metafísicamente hablando a la Nada. Reconozco que me gustaría pasear por esas salas completamente vacías, deambular solo, hacer mi personal performance, una despedida pulcra, íntima y sentimental, tan pulcra, sagrada y mística como lo han sido sus paredes blancas. Quizá mereciera una sonata de Bach para su última despedida o un funeral que incluyera el silencio como epílogo a lo John Cage. Si así fuera, sentiría realmente la profundidad de mis pasos, tan superficiales, en el fondo, como mi escritura. Tendría la extraña sensación de estar levitando en el vacío, ebrio y sin gravedad, desprendido de todo atadura, en la más perfecta soledad. El músico Burial podría hacer un sesión electrónica con los hercios que produce el silencio de un complejo industrial abandonado. Supongo que aún se pueden registrar las ondas gravitacionales de aquellos fastos inaugurales. ¿Cuántos hercios determinan la ilusión o el fracaso? ¿En qué esquina de LAB se acumulan los sonidos que expresaron el entusiasmo pop de su nacimiento entre los creadores, la epifanía mozartiana del milagro de sus obras o la gravedad romántica de la resignación ante su derrumbe? Quizá siguiendo el principio de indeterminación de Heisenberg, no será posible determinar la importancia de LAB sin destruir antes los fundamentos sobre los que se asentaron antes sus cimientos, o lo que podría ser aún peor, el territorio y el mapa donde un día se dibujó.