
«Héroe en una mágica noche en El Molinón. Por encima de chanchullos de intermediarios y José Fernández, por debajo de lo que prometía un club a la deriva. Años de mediocridad y desierto. A pesar del norte, la lluvia y un fútbol que algún día fue orgulloso y de ataque»
Sochi es una ciudad balnearia de la Gran Rusia a 1679 km de Moscú. Celebran habitantes y turistas las bondades de un clima templado, una vegetación subtropical y las abundantes plantaciones de té. Conocida por la Riviera Rusa, bañada por el Mar Negro y observada, desde el principio de los tiempos, por las nevadas montañas del Cáucaso. En Sochi nació un primaveral 22 de mayo de 1968 Igor Anatólievich Lediakhov. Al que ya de crío se le daba bien domeñar la pelota de cuero sobre cualquier superficie. Era un espigado muchacho que se movía con soltura, elegancia y sosiego. Con precisos pases y cambios de juego extraordinarios. Una suerte soviética de Sócrates. Revolucionario, médico y futbolista símbolo del Corinthians. Y puntal en la sala de máquinas de la selección carioca.
Empezó a jugar, el Sócrates ruso, en el Ska Rostov del Don y en 1990 fichó por el Dnipró ucraniano. Un año después jugó en Volvogrado y dos temporadas más tarde llegó al Spartak de Moscú para convertirse en uno de los líderes del equipo: futbolista del año en Rusia en 1992, dos copas y tres ligas ganadas y un Sporting que decidió poner sus ojos en el alto centrocampista del Cáucaso. El club asturiano se llevó al Príncipe Igor en el verano de 1994 por 200 millones de la época en concepto de traspaso. Debutó con los rojiblancos frente al Barça y el Sporting venció por 2-1 con gol del talentoso ruso. En sus ocho temporadas en Gijón coleccionó a partes iguales; fieles seguidores que calificaban al Mago de Sochi como genio absoluto del balón y otros que llamaban a Igor: vago, vividor y sinsangre.
Lo cierto es que pasado el tiempo se echa en falta en el El Molinón algún jugador con la mitad del exquisito fútbol que llevaba en sus botas el 10 de Sochi. Capaz de levantar a todo un estadio con dos regates danzados que hubiese firmado el mismísimo Nuréyev en cualquier escenario del universo mundo. O con un gol facturado a la velocidad de la seda cuando es mecida por el viento. Y el tipo se ganó el cariño de los se acercaron a ese flaco de 1.88 con rostro de niño inocente. El guardameta Juanjo González, que hoy es segundo entrenador de la selección española, recuerda un ágape en casa de Igor con Nikiforov y Chéryshev. Y no comían con agua o con vino, acompañaban las diferentes viandas con vodka. El bueno de Juanjo llegó a su casa a duras penas tras una sobremesa demasiado larga. Era el hogar de Lediakhov punto de encuentro, refugio y embajada feliz para sus compatriotas deportistas. Comentaban algunos «cronistas» santanderinos que Rádchenko y Zygmantovich pasaban más tiempo en Gijón, en casa de Lediakhov, que en El Sardinero. En 1995 el Real Oviedo presentó a Viktor Onopko como fichaje estrella y el futbolista quería buscar vivienda cerca del «embajador» Lediakhov.
El propio Igor ya tenía cerrada una vivienda para el centrocampista de moda ese verano pero Eugenio Prieto convenció a Onopko para que viviese en Oviedo. «Por favor, un jugador del Oviedo no puede vivir en Gijón», decía el presidente oviedista. El fisio José Manuel Loza también hizo buenas migas con Igor. «Lediakhov era una persona amable y generosa de la que sigo guardando un gran recuerdo». No tuvo la misma fortuna con Pepe Acebal, ni con la directiva. Salió cedido rumbo a Japón en 1998, firmando con el Yokohama Flugels. Regresó al Sporting y en 2002, ya en segunda división, fue apartado del equipo. En 2003 fichó por el Éibar pero antes interpuso un recurso contra el club rojiblanco y logró cobrar una suculenta compensación. Más allá de disputas y caprichos, más allá de lo justo o lo injusto, la afición seguirá recordando a ese futbolista príncipe y mago a la vez. Que salvó al Sporting del infarto y del descenso, una vez, en una promoción a vida o muerte con el Lleida.
Héroe en una mágica noche en El Molinón. Por encima de chanchullos de intermediarios y José Fernández, por debajo de lo que prometía un club a la deriva. Años de mediocridad y desierto. A pesar del norte, la lluvia y un fútbol que algún día fue orgulloso y de ataque.