Como sentenció Juan Genovés: «El día que los españoles dejemos de hablar de nosotros mismos en clave de buenos y malos, ‘El abrazo’ se habrá completado»
Con un gol de Andrés Iniesta en el minuto 116, España se proclama campeona del mundo, por primera vez en su historia, el 11 de julio de 2010, en el Soccer City de Johannesburgo (Sudáfrica). Vicente del Bosque unió a una España sumida en el cansancio, el desánimo y la crispación. La mayoría recuerda vivamente ese minuto, pero olvida con facilidad que, unos meses antes, nadie daba un duro por una Roja que arrastraba derrota tras derrota, cabreo tras cabreo, exabrupto tras exabrupto. Del Bosque fue como una bocanada de aire fresco que barre todo lo caduco, supo contagiarnos su ilusión y concebir un proyecto que nos vinculó a todos. La Roja de Vicente fue una selección que gustaba a todos, incluso a los que no nos gustaba el fútbol. Las banderas y los himnos dejaron de representar a una parte del país para convertirse en un patrimonio de todos. La Roja fue un síntesis (del griego σύνθεσις, sýnthesis, composición, unión): una conciliación de elementos diferentes e incluso contradictorios. La Roja era un compuesto formado por elementos madrileños, catalanes, vascos, gallegos, valencianos, andaluces, asturianos, castellanomanchegos, castellanoleoneses, canarios, navarros y riojanos, entre otros.
Descartes definió esta operación en la tercera regla del método, como la unificación de lo diverso y la química, como la obtención de un compuesto a partir de elementos originarios. Kant la entendió como el proceso que guía al pensamiento y Hegel como el mecanismo para entender la realidad.
Pero a España no solo la configura la fuerza de la síntesis, sino también su contraria: el análisis (del griego ἀνάλυσις, analysis, disolución, resolución): la comprensión de algo a través de su descomposición en elementos, que pueden ser partes reales o meramente conceptuales. La televisión pública narró el inicio del partido con un travelling que mostraba, uno a uno, a los elementos de La Roja mirando hacia el cielo, flanqueados por un coro de niños sudafricanos vestidos de amarillo, mientras una voz enardecida anunciaba: «Va a sonar el himno de un equipo, de un país, de un sueño: el himno de España». Y todos, en todas partes y, a la misma vez, permanecimos en absoluto silencio.
No es que nuestro himno no tenga letra, es que no la puede tener. El himno de España es un símbolo vacío de significado, un texto abierto que invita a cada uno a interpretarlo como le venga en gana, y que evidencia nuestras dificultades para ponernos de acuerdo en qué es aquello que nos une. España es, ante todo y antes de nada, un problema. Por eso, algunos pronuncian su nombre con dificultad y buscan circunloquios: el Estado, el país, la nación; y otros hacen uso de los símbolos patrios como instrumento de análisis y diferenciación.
Parece evidente que somos una suma de elementos diferentes. El problema determina qué es lo que nos vertebra. Quizá por eso los jugadores de La Roja miraban al cielo, como rememorando la angustiosa pregunta que Ortega se formuló en sus Meditaciones del Quijote: «¿Dios mío, qué es España?». Aquí se encuentra el problema del problema: buscar en Dios la solución. Dios es el hacedor de esencias, entidades espirituales y extramentales, modelos únicos e inalterables, arquetipos eternos e inmutables. Gracias a Dios, desperdiciamos nuestras fuerzas en discusiones bizantinas sobre cuál es la «esencia» de España. Pero el problema de la esencia de España es un pseudoproblema, consecuencia de nuestros embrollos y confusiones con las palabras.
España no es un problema metafísico, sino político. España no tiene esencia, sino existencia: las características que hoy la definen son sustancialmente diferentes de las que poseía ayer y de las que tendrá mañana. España es, a cada instante, lo que los españoles elegimos que España sea. La pregunta por la esencia de España anula la acción política, ya que impide que nos preguntemos qué queremos hacer juntos y nos congela en el fatalismo trágico del «los españoles somos así». El ser anula al hacer; la esencia reprime la acción.
La esencia inmutable de España es un mito, un gran relato legitimador usado para silenciar otras historias e imponer un único discurso; es voluntad de dominio disfrazada de verdad. De ahí que, como cantaba Gil de Biedma, de todas las historias de la historia, sin duda la más triste sea la de España. Y, para que no termine mal, no deberíamos perder el tiempo discutiendo nuestra esencia, sino invertirlo en dialogar sobre qué es aquello que nos debería vertebrar.
Los atenienses lo tuvieron muy claro cuando se vieron forzados a abandonar la ciudad días antes de la invasión del Gran Rey persa. Desde su refugio en la isla de Salamina fueron testigos de cómo el fuego enemigo devoraba la Acrópolis. ¿Había conseguido Jerjes I destruir Atenas? Así habría sido si Atenas fuera sus templos, las esculturas de sus dioses, sus campos, sus barrios, sus edificios públicos, sus gimnasios, su ágora, su mercado, su puerto o su teatro. Pero ¿qué era Atenas? La respuesta nos la da Pericles en el discurso pronunciado para honrar a los caídos en la guerra del Peloponeso. El primer ciudadano de Atenas pregunta a los presentes: ¿Por qué han entregado sus vidas nuestros hijos, nuestros hermanos, nuestros maridos, nuestros padres? La respuesta es tan clara y evidente como el fulgor de la verdad: por defender su politeia.
Porque, cuando uno de nosotros redacta una norma, no lo hace en tanto que catalán, en tanto que mujer o en tanto que miembro de una determinada clase social, sino en tanto que podría ser cualquiera de nosotros
Es posible traducir este término por «constitución», pero nos quedaríamos cortos. El término politeia es el abstracto de polites (ciudadano) y, literalmente, se refiere a la ciudadanía, al derecho a participar en la vida ciudadana, a la capacidad para formar parte de la acción política, esto es, la acción colectiva y pública que se opone a la individual y privada. La politeia es la obra espiritual que permite la política, entendida no como una profesión, sino como el quehacer del ciudadano libre, como una firme voluntad de convivir mediante el diálogo y como un autogobierno. La politeia hace referencia a la autoconstitución de un cuerpo de ciudadanos autónomos que se gobiernan legislando. Los ciudadanos no tienen Dios a quien preguntar qué son, tampoco qué es o no bueno, qué es o no justo, porque, con su politeia, los hombres se definen como creadores de sus propias leyes y, por tanto, como responsables de lo que son y de todo lo que ocurre en la ciudad.
Con politeia se nombra al conjunto de instituciones, valores, fundamentos normativos, derechos y garantías que permiten la existencia de ciudadanos. Y, por ello, la ciudadanía será diferente según responda a legislaciones de uno u otro tipo. Ahora bien, aunque bien es cierto que son los ciudadanos los que construyen su politeia, también es cierto que, al mismo tiempo, es la politeia la que configura un determinado cuerpo de ciudadanos. Aristóteles, para quien la polis es el mayor logro de la convivencia humana y las más grande de las creaciones de la razón, logro reunir hasta 158 politeias diversas, de las que tan solo hemos conservado, casualmente, la de los atenienses. Cada una de ellas no solo era un tipo de modelo de convivencia, sino también la respuesta de un determinado colectivo a la pregunta de por qué vivir juntos: la apuesta de la comunidad de ciudadanos por un modelo de ethos, de vida buena, un proyecto político.
Pericles nos lo deja meridianamente claro: el proyecto político de Atenas es la causa primera y última por la que han derramado su sangre los atenienses. Esta, y no otra, es la auténtica identidad que los define y por eso, Jerjes se equivocó de pleno cuando pensó que destruía Atenas quemando la ciudad.
España es nuestro proyecto político: la firme voluntad de vivir juntos los diferentes para vivir todos mejor. Nada refleja mejor nuestra politeia que ‘El abrazo’, de Juan Genovés. El cuadro fue un encargo de la Junta Democrática y se ha convertido en un símbolo de nuestro programa político. Genovés lo ilustra con una abrazo anónimo: no hay rostros, no hay identidades, porque los que se abrazan en un espacio vacío somos todos, cualquiera y ninguno. Carlos Fernández Liria afirma, con acierto, que nuestra identidad política se encuentra en el espacio vacío que ocupa el centro de nuestras ciudades: esa plaza que nos iguala a todos los que allí nos congregamos. Nuestro rey es un don nadie, un hombre sin rostro, un espíritu: una ley cuya autoridad reside en que podría haber sido promulgada por cualquiera. Porque, cuando uno de nosotros redacta una norma, no lo hace en tanto que catalán, en tanto que mujer o en tanto que miembro de una determinada clase social, sino en tanto que podría ser cualquiera de nosotros.
España es una plaza vacía, el lugar de todos y, para que siga siendo así, necesita seguir siendo el lugar de cualquiera o lo que es lo mismo, el lugar de nadie. Ser español es ser un don nadie, esta es nuestra más alta dignidad: todos somos iguales para argumentar, refutar, debatir, dialogar, consensuar y establecer con todo ello nuestra politeia. Y, como sentenció el propio Genovés: «El día que los españoles dejemos de hablar de nosotros mismos en clave de buenos y malos, El abrazo se habrá completado».