The Washington Post recogía la muerte y homenaje a Quini. Y es que todos, hasta los anglosajones, somos y seremos de un delantero con sonrisa de actor que un día quiso ser portero
Recordar a Quini y no llegar a esbozar una sonrisa es imposible. Fijo su rostro en mi cabeza y veo al Brujo sonriendo; en un entrenamiento, bromeando a la salida de un hotel, haciendo reír a los más peques de la casa, abrazando a compañeros y peñistas, interrumpiendo su paseo para hacerse mil fotos y firmar otros mil autógrafos. Así era Quinocho, así va a seguir en nuestra memoria.
Repetir ese nombre es un mantra, el de la alegría, el que trasciende más allá del fútbol: Quini o el nueve de Llaranes, Quini o el embajador de Asturias, Quini o la mejor sonrisa del gol. La búsqueda de metáforas y sinónimos con el mejor 9 en la historia de este país es una senda abierta. Los seres humanos tenemos zonas de penumbra, pero en algunos la luz y el magnetismo se imponen a sombras y reproches, aunque sea con un gol en el último minuto.
El terror de los porteros quiso ser uno de ellos. Hijo y hermano de guardametas, su padre Enrique defendió los tres palos del Vetusta en los años 40, su hermano Jesús ya forma parte de la leyenda futbolística a orillas del Piles. El Brujo solo pudo ponerse los guantes en los entrenamientos y seguramente por eso se vengaba de sus admirados cancerberos, con el balón y la red como aliados necesarios.
Jesús y Enrique, o Susi y Quini, se criaron en Llaranes bajo la atenta y cómplice mirada de su madre, Elena. Terminaron recalando en el ENSIDESA, uno de los mejores viveros del balompié español en las décadas de los 60 y 70. El padre intentó vestir a los hermanos Castro con el uniforme del Oviedo pero un «despistado» técnico del equipo azul descartó a los dos guajes. «Son muy críos, poca cosa». Jesús Castro sería el primero en fichar por el Sporting y más tarde le llegaría el turno a Enrique, gracias en buena medida a una tarde gloriosa en Los Fresnos, endosando él solito cuatro chicharros al Deportivo Gijón. El 19 de diciembre de 1968 firmaría por el club rojiblanco.
Marcó pronto con la casaca sportinguista, lo sufrió el Racing de Ferrol. En 384 partidos de liga con los gijoneses consiguió 217 goles. Pichichis, goles imposibles, partidos épicos con la selección, como aquel memorable match en Escocia con dos tantos del ariete asturiano en un congelado campo. En el Barça fascinó desde el primer minuto a la afición culé, era el compadre de los díscolos Schuster y Maradona, que solo seguían los consejos de un tal Enrique. El Brujo también pasó «las de Caín», que no todo en la vida es oropel. «Manteniéndose a flote» con el apoyo de una estupenda familia.
Regresó al club de sus amores en 1984 y se retiró tres años después. Decía su amigo Luis Felipe Capellín, con buen tino, que «aquí enterramos muy bien». Fue muy llorada la muerte de Quinocho, pero durante un tiempo algunos de los que hoy celebran en su nombre le dieron la espalda. Carlos Alonso «Santillana» relataba en el libro «Yo soy de Quini» (Delallama Editorial) lo bueno que era el Brujo. «El mejor, el más completo, hoy sería una suerte de Cristiano Ronaldo».
Ese sabio del País Astur llamado José Antonio Fidalgo comentaba una tarde de invierno de 2018, en los micrófonos de RPA, lo que un conocido que vivía en Estados Unidos le había dicho: The Washington Post recogía la muerte y homenaje a Quini. Un diario que nunca dedicó una sola línea a los Premios Príncipe o Princesa. Y es que todos, hasta los anglosajones, somos y seremos de un delantero con sonrisa de actor que un día quiso ser portero. Somos y seremos siempre de Quini.