«Algunos meses atrás vi a una rata tuerta y gris enorme. (…) Diez horas más tarde de mi roedora visión falleció Asunción Álvarez ‘La Guapita’. Pudo tratarse de mera casualidad, quién sabe, ya pasaba de los cien años…»
Hace treinta años yo tocaba en la calle. Llevaba el pelo largo, coronado por una diadema florida, vestía de lino del talle a los tobillos y todavía me creía un artista integral. Pensaba, en mi candidez, que la paz y el amor salvarían al mundo en una sempiterna primavera. Era un hippie desubicado en aquellos 90 que pedían desenfreno y consumo sin asamblea fraternal ni puños al cielo.
Empecé a trabajar, sin entusiasmo alguno, en la ferretería de mi primo dos años después de mi último concierto callejero en San Pedro. Y muy pronto amansé mis modales. De lunes a viernes, y también los sábados por la mañana, por un sueldo más o menos decente a jornada completa. A mis 58 tacos no hay tornillo o tuerca que desconozca: de cabeza segmentada, ranurada, de mariposa, Allen cilíndrico, de cabeza avellanada, el de carrocería, autoperforante, fijación… Se me da bien mi trabajo, pero no me entusiasma. Lo mío, y ahora lo tengo claro, es el jazz.
Desde Wynton Marsalis a Charles Mingus, pasando por Manhattan Transfer, hasta llegar al inconmensurable Miles Davis. Recuerdo las historias que me contaba mi padre, sus noches en el Playboy, famoso club de jazz en Cimavilla. En el portal de mi casa, en Artillería, me acordé del ‘viejo’ y de su ‘crónica’ de la rata tuerta y gris. Salía bastante ‘tocado’ del Playboy, con la música de Chet Baker en la cabeza; de repente miró al suelo y en mitad de Las Cruces reparó en una rata tuerta y gris, grande como una liebre, devorando a una gaviota. A las pocas horas llegó al muelle la noticia de una galerna con muertos. Se cruzó con ella una vez más, víspera del anuncio de cierre de Tabacalera, o al menos esa es la parte del relato de mi padre que aún conserva mi memoria.
Algunos meses atrás vi a una rata tuerta y gris enorme. No podía ser la misma que obsequiaba con malos augurios a mi progenitor. Antes de desaparecer por el canalón me fijé en su único ojo sano; el otro había desaparecido y, en su lugar, una costra formaba la ilusión de un botón mal remendado. Trepó, desapareció, su refugió resultó ser el canalón del edificio de la nada, habitado por la nada en la calle Salamanca: el Consejo Consultivo del Principado de Asturias. Lo dicho, la absoluta nada. Diez horas más tarde de mi roedora visión falleció Asunción Álvarez ‘La Guapita’. Pudo tratarse de mera casualidad, quién sabe, ya pasaba de los cien años…
Pero es que hoy no puedo centrarme en el curro. «En casa me pondré un disco de Coltrane», me digo justo antes de cerrar. Nada como el bueno de John William para calmar mi agitado espíritu. La rata tuerta y gris se apareció esta noche en mi sueño, y sigo nervioso desde primera hora. No ayudó cruzarme en Corrida con la burlona mirada de esa suerte de predicador que ofrece a los viandantes discurso apocalíptico y juego de malabares con botella de agua. No ayudó su perorata de Nostradamus con acento sureño a mi paso: «Verás a la rata tuerta y gris, la misma que contempló tu padre; ella te anunciará nuevas desdichas». Y aquí sigo, parado y tembloroso ante la puerta de mi casa. Suena la música de Coltrane; alguien la puso en el tocadiscos. Lo malo es que vivo solo, Se me caen las llaves cuando veo asomar una larga cola blanquecina por debajo de la puerta, larga cola que sigue el ritmo de ‘A Love Supreme’.