«El buen profesor ya no es el que bien sabe y bien enseña sino el que cumple con el proceso establecido. La tarea educativa ya no se legitima por lo que el alumno aprende sino por el rastro de constancia documental que deja a su paso»
Stalin era ser muchas cosas, pero, desde luego, no tenía un pelo de tonto. Supo, mediante la invención de la burocracia, como desactivar el enorme poder transformador de los soviets, aquellos órganos de autoorganización de los trabajadores. Para los bolcheviques, la revolución de octubre era solo el prólogo de la revolución mundial. Pero la contrarrevolución burocrática de Stalin no solo consiguió ir erosionado, poco a poco, formulario a formulario, los pilares de la revolución, sino que además logró concentrar todo el poder en el cargo de un secretario, de un burócrata. Así, en un abrir y cerrar de ojos, la URSS dejó de ser socialista para convertirse en una enorme y pesada maquinaria burocrática alimentada por un personal parasitario e incompetente capaz de producir televisores a color que estallaban aun estando apagados.
La estrategia ideada por Stalin es extraordinariamente eficaz para desactivar cualquier intento de progreso. Si quieres que algo no funcione, pero que parezca que sí lo hace, ahógalo en papeles y haz creer al sujeto que rellena formularios que con ello está transformando la realidad.
Entonces, si la educación es el arma más poderosa que se puede usar para cambiar el mundo, como decía Nelson Mandela, ya va siendo hora de que nos preguntemos por qué nuestra escuela se ha burocratizado hasta tal punto que los docentes pasan la mayor parte de su jornada rellenando papeles: programaciones, unidades didácticas, memorias de evaluación, informes individualizados de cada alumno, actas de reuniones de equipo docente, partes de incidencia, medidas correctoras y un largo etcétera que ha ido convertido al profesor en personal administrativo.
La autonomía de los docentes viene a ser hoy la misma que la de los soviets bajo la mano negra de Stalin: papel mojado, retórica oficial. Bajo la burocratización de la educación, toda la vida académica ha quedado regulada con un amplísimo elenco de preceptos y procedimientos que determinan, a modo de ritual religioso, qué se debe decir, hacer y pensar. Un exceso de documentos, hojas de registro, formularios, planillas, trámites, actas, comunicados, notificaciones, memorándums, impide la el estudio, la formación continua, la atención al alumno, el diálogo, la reflexión y la toma de decisiones. Estos sistemas de control y rendición de cuentas del trabajador no solo han demostrado servir para poco, ya que en nada ha aumentado la calidad educativa en nuestro país, sino que además dificultan notablemente que los docentes dediquen tiempo a asuntos más productivos como la investigación y la preparación de clases. La obsesión por transparentar la labor docente se satisface siempre en detrimento de la tarea educativa.
Como diría Habermas: mediante la burocratización, la educación se ha juridificado, y con ello los procesos escolares se han vuelto extremadamente rígidos a pesar de que muchos de ellos requieren soluciones ingeniosas, flexibles y creativas. Bajo el paradigma de la burocracia, la tarea docente se centra en estar permanentemente cubriendo formatos, la relación entre los miembros de la comunidad educativa, por informal que esta sea, queda registrada adecuadamente, los currículos de las materias, cada vez más hiperreglamentados, indican exactamente qué hay que hacer y cómo hay que hacer en cada momento y la evaluación, judicializada, deja de ser un acto pedagógico para ser un acto administrativo. La legislación lo inunda todo hasta tal punto de que el lenguaje educativo ha sido sustituido por el jurídico.
Bajo el paradigma burocrático solo importa el procedimiento. Por eso, ya no se necesitan maestros (del latín magister, literalmente el más mejor, el que más sabe) capaces de trasmitir, desde su pericia, pasión por la estructura del ADN, los hexámetros homéricos, la poesía de entreguerras, la cosmología antigua, la belleza y simplicidad de un teorema matemático, la perplejidad de las paradojas lógicas, o por cualquier minúsculo apartado del enorme libro del conocimiento humano. Solo se necesitan burócratas que anoten y evalúen, no lo que el alumno ha aprendido, sino el proceso que este recorre.
En la escuela burocrática, el procedimiento se ha convertido en un fin en sí mismo. El buen profesor ya no es el que bien sabe y bien enseña sino el que cumple con el proceso establecido. La tarea educativa ya no se legitima por lo que el alumno aprende sino por el rastro de constancia documental que deja a su paso. Si un aprendizaje no se registra es como si no hubiera sucedido. Si algo no se puede medir, cuantificar y calificar, carece de todo valor. De una clase, lo más importante es dejar constancia en un acta de lo sucedido más que lo que realmente ha sucedido. Nuestra escuela es, sin duda, el sueño de todo totalitarista disfrazado de revolucionario.