«Si no se prohíbe su pesca, se ‘prohibirá’ sola en unos años; el salmón, sencillamente, desaparecerá, y no será pescable, no porque ningún Gobierno lo decrete, sino porque no existirá»

En Asturias, al menos, comer salmón salvaje debería ser tan inimaginable como freír cachopos de oso pardo o nuggets de urogallo. El salmón está en serio peligro de extinción. Lo dice a las claras la estadística de capturas año a año. En los tiempos en que los ríos astures y la pesca del salmón eran asueto del dictador, y se propagaban aquellas maledicencias sobre buzos que le ponían el pez en el anzuelo al Caudillo, el número de salmones capturados anual llegaba a bordear los siete mil. Ninguna falta hacía el buzo; el Sella, el Nalón, el Eo eran un abarrote de pexes, un cajón de las gangas en el que no había más que meter la mano para llevarse uno. Debido a esa refalfiante abundancia los trabajadores de la construcción del ferrocarril de Pajares, a finales del siglo XIX, habían exigido no comer salmón más de dos veces a la semana. Este año, sin embargo, el número de capturas ha bajado a su mínimo histórico: 128. La situación es claramente dramática y, sin embargo, nadie con potestad de hacerlo parece tener la menor intención de hacer nada al respecto.
Hay que prohibir la pesca del salmón. Si no se prohíbe, se ‘prohibirá’ sola en unos años; el salmón, sencillamente, desaparecerá, y no será pescable, no porque ningún Gobierno lo decrete, sino porque no existirá. Por supuesto, la pesca del salmón es lesiva, no solo por el número contante y sonante de ejemplares a los que mata, sino por la cifra, más inconcreta, de aquellos a los que impide nacer: como explicaba el ecologista Carlos Lastra en una entrevista con el que escribe, «el salmón se pesca cuando está remontando el río, antes de la freza, cuando está más fuerte, cuando va a desovar. Una vez hicieron la freza, quedan hechos polvo: la mayoría incluso muere. Pero claro: así no tiene ningún interés piscícola. Los pescadores lo que quieren es que luche, que esté fuerte. Pero eso significa eliminar de la población a los ejemplares reproductores, a los más robustos, lo cual va en contra de toda base de conservación».
Lo mismo ocurre con las angulas, otro pez que desaparece, otro urogallo acuático. Los estudios científicos estiman una pérdida de biomasa del 98% de esta especie que, sin embargo, sigue siendo objeto del Festival Gastronómico de la Angula, en San Juan de la Arena. Se anuncia así: «Este singular festival está protagonizado por un producto muy ligado a la cultura pesquera asturiana, concretamente de esa zona de la desembocadura del río Nalón, donde desde siempre se da una angula (cría de anguila) de excepcional calidad». El ‘desde siempre’ va camino de trocar en ‘hasta nunca’ sin que, nuevamente, esté en ninguna agenda política el evitarlo.
La popularización del conservacionismo es más fácil con unos animales que con otros. A todo el mundo le impresionan y agradan los grandes y vistosos, fotogénicos, totemizables. El Willy de ‘Liberad a Willy’ era una orca, pero no podría ser un salmón, ni un pececillo como la angula, con aspecto de fideo. El oso pardo resuena en nuestra conciencia con la potencia de una bestia mitológica, de un dios de los bosques, de un personaje de cantar de gesta, pero el pobre salmón no tiene quien le escriba otra cosa que recetas. Un salmón no mató a Favila, los campesinos de la era preindustrial no contaban a sus hijos las historias asombrosas de Xuan el Salmón, en ningún escudo de armas de ningún caballero andante se dibujó jamás una angula.
Sea como sea, hay que perderle el miedo al verbo ‘prohibir’, en una época de permisiones atolondradas que ya están conduciendo al planeta al colapso. Los salmones nos necesitan, las angulas nos necesitan. Si no acudimos a su llamada, si se sigue caminando por esta senda, más temprano que tarde asistiremos a un luctuoso campanu inverso: el último salmón de los ríos asturianos.