Más que nunca la ciudad es una idea incipiente, sin forma, sin dinero, o con tanto dinero que se derrama y desparrama sobre el molde de la política local que, al final, nunca se reparte entre los justos. Gijón vive herido de septiembre, buscando sus señas de identidad
Llegamos a septiembre como quien llega a un refugio, con la melancolía del gris y la lluvia después de un agosto demoledor de récords en el precio de la factura de la luz. La luz de agosto, que diría Faulkner, nos está saliendo cara, tan cara como una estafa. Uno piensa que nos sobra el dinero. Quiere decirse que podemos salir a la calle a favor o en contra de un toro, pero no saldremos nunca a reclamar un precio digno por la luz, porque pedir ha sido siempre de pobres.
Septiembre tiene esa extrañeza de los encuentros que tiene la vida con la vida, sin saber muy bien para qué. Septiembre canta un tango con voz de lluvia y bandoneón, estertor de verano, luz de otoño, entre el cálido soplo del viento y el frio de una puesta de sol prontísima y romántica, cercana y crepuscular. Nos vamos inventando cosas para no desilusionar al otoño venidero: libros, artículos, una mujer, películas, columnas y hasta el mes entero nos lo inventamos, como una exhalación, para engañar a septiembre. Van saliendo los proyectos que sedimentaban en el morral todo este verano y que empiezan a tomar forma, plenitud de tiempo, al principiar septiembre.
La abundancia, el consumo, la cultura de lo efímero, como dice Gilles Lipovetsky, están manteniendo artificialmente nuestra vida. Vamos demorando la poética de los números rojos, engañándola con la sonrisa de un tardoagosto que, a primeros de septiembre, difícilmente engaña a nadie. Ya no consistimos en ideas sino en marcas. No pensamos en el precio de la luz, sino en Iberdrola. Tenemos marcas de todo. No somos felices, pero se lo parecemos a los demás, vía Instagram, que es de lo que se trata. Hay que volver a empezar hasta otro agosto. Las vacaciones son malas porque permiten a la gente pensar, y pensar no es bueno para nada. Pedro Sánchez ha pensado en subir el salario mínimo interprofesional, pero no ha pensado en bajar el precio de la luz. El largo y recargado puente de agosto, como un puente romano, nos ha permitido pensar en ese que no pensábamos nunca, ya sea de Marruecos o de Afganistán.
Más que nunca la ciudad es una idea incipiente, sin forma, sin dinero, o con tanto dinero que se derrama y desparrama sobre el molde de la política local que, al final, nunca se reparte entre los justos. Gijón vive herido de septiembre, buscando sus señas de identidad. Ha surgido una plataforma nueva, Gijón Participa, que busca también las señas de identidad de una ciudad deshojada que no pierde su identidad, por mucho que la pierda. La identidad de Gijón es un horizonte plegado sobre sí mismo.
El juego de las identidades nos devuelve a ‘Señas de identidad’ de Juan Goytisolo, a toda la posmodernidad más vibrante y lacerante de los años 60. ‘Señas de identidad’ venía con toda la fuerza de la novela experimental, arriesgada y difícil (como también llegarían a ser las novelas de Cela), y también una visión crítica y corrosiva no solo del franquismo y sus mecanismos de represión, sino también de las izquierdas y su incapacidad para ser oposición y reacción. Buscamos señas de identidad escapando de la derrota, mayormente. En esa identidad entra el ecologismo, el feminismo, y el animalismo, pero también el neofalangismo, la izquierda populista, el sanchismo. Son señas de identidad el indie muerto, el trap, el fundamentalismo de la equidistancia, el centro absoluto, el hedonismo, hasta la movida swinger, una pandemia y un botellón en las madrugadas de Somió, forman parte de nuestra identidad. La identidad de Gijón es una alcaldesa enrabietada y un gato que no se deja humillar por la estupidez de los hombres. La identidad siempre es otro. Yo soy otro, dijo Rimbaud.