«Tres mujeres se han casado consigo mismas este fin de semana y, respetándolo profundamente, no le veo sentido. La sologamia me parece narcisista, carente de lo fundamental y repleta de egoísmos cada vez más presentes en la sociedad del hoy»
Fuimos noticia este fin de semana por algo tan bonito como el amor. Un sentimiento difícil, escurridizo, imposible de agarrar sin coraje, sin fe, sin riesgo. Un sentimiento complicado, pues es inviable sin la madurez para hacerlo, sin la locura racional para llevarlo a cabo, sin apostar a un cartón de bingo cubierto nuevamente cada día. En esta sociedad actual, el amor está mucho más predispuesto al fracaso que hace años, los egoísmos que nos rodean también gritan susurrando al corazón, y el amor individual, la protección de la tranquilidad, las justificaciones vacuas configuradoras de válidos escudos inexistentes, hacen que evitemos las dificultades que acarrea amar. Claro que uno debe valorar lo sentido y lo que conlleva la empresa de una vida, de unos años, meses, semanas, días, horas, el amor no entiende de tiempo ni espacio, pero la protección es contraria al corazón como los miedos lo son al sentir. Quien busque una red en el aire para afianzar sus piernas movidas por un corazón desbocado, está condenado al mayor de los fracasos pues no se puede atrapar un sentimiento salvaje. Quien rechaza la parte visceral del amor, buscando tan solo nuestra parte racional inacabada, vivirá, sin saberlo, en el aburrimiento entre vallados.
El amor es esfuerzo, perdón, quizás es preferible decir que el mantenimiento del amor requiere esfuerzo. Es sencilla la pasión, la piel con piel, el sudor conservado entre las sábanas o las sonrisas quincenales de cenas bajo las estrellas, es fácil vivir en el chispazo, en ese cosquilleo que gotea por los bordes, pero la conservación del amor, el mantenimiento de aquello que se modifica con el tiempo, se asemeja más a una compartida carrera de resistencia, repleta de placeres, pero también de socavones y desniveles, afrontada con el acompasado ritmo del palpitar de los amantes, la cabeza alejada de utopías y la musculatura precisa para solventarlos. Sí, están las películas románticas americanas repletas de algodón de azúcar, pero aquellos que conocemos parejas unidas desde hace años, conocemos la importancia de cuidar aquello que nos cuida, de respetar lo respetado, de apoyarse para caminar, a veces tirando del otro, a veces dejándose tirar por el otro, lo básico de mirar en sus ojos sin perder los tuyos.
Amar no es fácil, el inicio de nuestro enamoramiento está lleno de esperanzas cuyas posibilidades de cumplirse son más pequeñas que las del fracaso, sin embargo, nos imbuimos una y otra vez en una empresa compleja, esperanzados por todo lo que ofrece y, sobre todo, por todo lo que queremos que ofrezca, como si la complejidad del hombre no nos dejara quedarnos quietos en la soledad. Si cualquier otra actividad que hiciéramos provocase tal sufrimiento y tantos errores, es más que probable que no la divinizásemos como lo hacemos del más bello sentimiento. El amor lo subimos a los altares por cultura, pero también por la sensación de plenitud al estar dentro de esa vorágine de hormonas, pensamientos y emociones incontroladas, provocadora de mariposas en el estómago y debilidad en las piernas. Y eso, eso, se logra mirando al otro. Aquellos que piensan que la belleza que tiene el amor se encuentra en el sentimiento percibido, se perderán en la mayor de las tristezas pintadas con brochazos de egoísmo. Las orugas no se convierten en mariposas si te aman, revolotean al amar. Ese infinitivo provoca ver en el otro el complemento de uno mismo, caminar en la admiración provocada por el día a día, observar las imperfecciones como parte de su ser. Ese infinitivo que te hace vulnerable al mismo tiempo que fortalece tu vida, que te hace volar sujetándote al suelo, que pinta de colores los grises compartidos. Ese infinitivo es contrario al uno mismo, pues lo fundamental de amar es el otro, lo básico en el amor es dar. Dar, no por recibir algo, eso sería mercantilizar el acto, dar, no renunciando a algo, sino ofreciendo el yo. Dar, como mostrar lo que uno es: la vida, el yo más profundo, queriendo ver el tú sin exigirlo. Dar, ofreciendo la propia vida, lo que es, lo que se siente, lo que se vive: la tristeza y la alegría, el esfuerzo y el descanso, la sabiduría y la ignorancia, pues es en esa efímera existencia donde se ama. Dar sin esperar, pues el amor no entiende de trueques ni de intercambios. Pobre de aquel que da por recibir, ya que vivirá en la capitalización de la emoción. Pobre del que no da por protegerse, por el miedo al mañana, pues vivirá en el egoísmo del yo, inexistente en el amor y encorsetado en el ayer, viviendo cómodamente en lo sabido. Quien quiere capitalizar el amor, vivirá en la pobreza. Quien tenga miedo de dar por los infinitos mañanas, tendrá miedo de amar, pues en el mañana siempre se mira el yo por encima del nosotros. Por eso, casarse consigo mismo, para mí, no deja de ser un gesto de egoísmo contrario al amor. Por eso, casarse consigo misma es respetable, si entendemos el matrimonio como un estado civil que no tiene por qué conllevar amar. Por eso, casarse consigo mismo, como acto de amor es, para mí, una absurdez carente de lo fundamental: el otro.
Tres mujeres se han casado consigo mismas este fin de semana como lo hacía la magnífica Candela Peña en ‘La boda de Rosa’ y, respetándolo profundamente, no le veo sentido. La sologamia me parece narcisista, carente de lo fundamental, repleta de egoísmos, por desgracia cada vez más presentes en la sociedad del hoy. Si el acto está vinculado a la autorrealización, algo está fallando, dibujado en estanterías llenas de libros de autoestima. Si el acto está encaminado a mostrar el empoderamiento de uno mismo, no hay mayor momento de afianzar el yo que cada minuto vivido con su propio yo. Si el acto está encaminado a exteriorizar ambas cosas, no hay mayor altar que la actitud de uno ante la vida, ni mayores flores que las sonrisas regadas.
El casamiento propio lo veo absurdo, amar siempre lo veo enfocado al otro – yo me quiero a mí mismo, amo a la persona que está a mi lado – por eso, el matrimonio autónomo es, para mí, un acto contrario al sentimiento. No veo a Ewan McGregor casándose consigo mismo bajo las aspas del Moulin Rouge o a Christian prefiriendo cantar su amor egoísta que dando la vida por Satine, quizás la sologamia se asemeja más a Zidler, obsesionado con el mantenimiento de su sustento, con la frialdad del mañana. El amor, como en la magnífica película de Baz Luhrmann, es un trapecio donde mirar las nubes cerca del suelo, y todo trapecio difícilmente se está quieto. El amor se mueve, evoluciona, el amor cuidado crece, se expande, moldeándose a las personas, sin perder un ápice de sentimiento, cambiando su forma, adecuándose a los tiempos, a los espacios vividos, regado por el cuidado, por la responsabilidad, por el respeto, llenándose cada vez más por el conocimiento del otro, leído diariamente en las páginas de la vida compartida, convirtiendo, en esa evolución constante, a la divinización del ayer, de la pasión, a esa raíz mortal, humana, material del hoy, pues no se puede amar constantemente a los dioses y sí sentir la piel arrugada en una cama ¿Puede evolucionar el sentimiento de la misma manera cuando se procesa a uno mismo?
Defiendo el amor como acto contrario al egoísmo, a lo propio, defiendo el amor como sentimiento transmisor, compartido, no mero receptor, defiendo el amor hacia el prójimo, siendo recíproco, defiendo el amor como la pasión que evoluciona a un sentimiento más pleno, defiendo el amor como lo contrario al yo, al mí. Por eso, respeto el casamiento propio, pero nadie morirá de amor queriéndose a sí mismo.