Paseó la pareja por Cimavilla y Alessandro descubrió un pequeño local que mordía la esquina de la Calle Batería, se quedó parado ante la puerta pensando en unir arte y hostelería en comandita y armonía
Seguir el camino trazado o coger las riendas de la vida propia son mantras de otro tiempo que mañana van a seguir dando la risa a cualquiera que tenga dos dedos de frente y unas cuantas muescas en la memoria. Algunos caminos llevan a Roma y otros a Santiago. A veces estas sendas se bifurcan para enredarse más adelante. En el justo instante de tomar decisiones, escuchando a la intuición. Sofía y Alessandro no se conocían, ni se rozaban sus vidas. Sofía pasó de una semana frenética en Roma como maquilladora de efectos especiales entre pasarelas, cine y televisión… a verse en una cama sin saber si volvería a caminar. El 13 de septiembre de 2013 un coche atropelló a esta activa muchacha. Ella dice que debería olvidarse del 8 de agosto como cumpleaños oficial y empezar a celebrar el 13 del 9. Abandonó con pena su amada Italia con la intención de rehabilitar cuerpo y mente a la vera de la Cantábrica mar.
Alessandro apagó el despertador una mañana sabiendo que la cómoda rutina estaba pisoteando sus ilusiones. Tenía un buen «laburo» como sommelier, un trabajo fijo, familia, amigos, la gran ciudad… necesitaba encontrar su lugar en el mundo y este podía situarse en la Costa del Cantábrico. De la que se prendó años atrás, haciendo el Camino de Santiago. Cargó un par de maletas, arrancó el coche y puso rumbo al osado horizonte. Vivió en Barcelona, saludó a los vientos del norte en una inolvidable parada en Santander, pisó el acelerador y no aflojó hasta llegar a Gijón. Una noche de Samaín se encontraron para salvarse de las sombras: Sofía y Alessandro, Alessandro y Sofía en la hora bruja. Entre Calaveras, diablitos y sonrisas de media luna; sellando pactos sin darse cuenta. En vasos cortos y en besos largos.
La artista Sofía retomó el pincel y llenó de color el blanco lienzo con olas, corales y caracolas. Paseó la pareja por Cimavilla y Alessandro descubrió un pequeño local que mordía la esquina de la Calle Batería, se quedó parado ante la puerta pensando en unir arte y hostelería en comandita y armonía. El local tuvo un pasado como cafetería gracias a una amable leonesa llamada Sol que bautizó al negocio con «La Galga». Sol se fue, cerró… el local permaneció clausurado unos meses hasta que la valiente pareja decidió darle aliento otra vez. Trabajaron mucho, durmieron poco. Pasó agosto y seguían ultimando detalles, sin abrir. «Vais a perder a los turistas», comentaban algunos vecinos. Daba igual «La Tinta del Mar», que así se llamaría, tenía que ser punto de encuentro para la curiosa vecindad. Y se consiguió, ayudaron las mesas pintadas, el maravilloso café viajando desde Italia, ricos pinchos de bonito con tomate, tortilla, chorizo de Aller o un Aperol cerca de la ventana. Por si decidía entrar aquel raitán que fue cliente. Sin prisas, compartiendo tiempo y tertulia desde las primeras horas del día en ese hogar fuera del hogar: «La Tinta del Mar».