«Cristina no se va a mover de Cimavilla. Últimamente no sabe más que contarme la cantidad de veces que oye el helicóptero de rescate en el barrio, de noche y por sorpresa»
Mientras te escribo esta carta me fijo en una polilla que reposa encima de uno de tus dibujos. Los tengo reunidos en tu vieja carpeta verde del colegio con pegatinas de «V». Diana, una morena mala, malísima me sigue mirando…Querido Fran. Tardé en perdonarte el abandono, tardé en perdonarme mis prisas, nuestras discusiones, los interminables y dolorosos silencios. Llamar melancolía a la depresión, engañarme sin poder abrazarte antes del suicidio. Es una palabra que huye del campo santo, maldita, fea, oculta; suicidio. «Olguina» me decía mi adorada Cristina, «Olguina, tu hijo no está bien. «Es un adolescente», pensaba yo, «ya se le pasará».
Una fría noche de otoño decidiste que no se te pasaba y saltaste desde el cerro. Te recibió una mar caníbal que no quiso soltar tu cuerpo hasta dos días después de aquella terrible noche de luna llena. Yo me convertí en lo que soy todavía y para siempre: una muerta en vida. Abandoné mi Cimavilla del alma, puse distancia y aquí estoy, escribiéndote desde Cádiz. Echándote de menos, Fran, viviendo a oscuras pese a esa luz del sur que se cuela por las rendijas de mi cansancio. Soñé contigo ayer, hijo mío. Íbamos en bici, felices los dos. Bajaron un par de nubes tocando nuestras cabezas, y pedaleando a toda velocidad atravesamos ese algodón del firmamento llorando de la risa.¿Te acuerdas cuándo se fue papá?, tú tenías siete años. Llegamos a casa comentando el largo día, tocaba llevar flores a Fleming, dar por cerradas las fiestas y tirarnos derrotados en el sofá. Jesús, tu padre, apareció con cara de culpa en el salón; te dio un beso y me dijo que tenía que irse. Nunca un silencio afiló tantos reproches, nunca tantas dudas fueron resueltas de golpe por un portazo. Sigue parada en tu dibujo la compañera polilla, no quiere despegarse de la cartulina que guarda el retrato al carboncillo de la puñetera mole de hormigón. La que te vio por última vez.
Tengo que invitar a Cristina, unos días en mi casa le van a venir muy bien. Pasearemos La Caleta de arriba a abajo y apuntaremos una escapada a Tarifa para gritar al cielo cuando termine la tarde y nos apetezca un cucurucho de puntillitas… ya estoy imaginando lo que no va a pasar. Cristina no se va a mover de Cimavilla. Últimamente no sabe más que contarme la cantidad de veces que oye el helicóptero de rescate en el barrio, de noche y por sorpresa. Y yo no soporto que me lo cuente, Fran, no puedo saberlo… De pequeño corrías hasta que tocabas la puerta de casa, picabas, soplabas y decías: «soy el viento que susurra en el cerro». Me acuerdo muy bien, ¿quién te enseñaría esa frase rimbombante?. Por qué no estás aquí, por qué estoy yo. Te quiero.