La tolerancia religiosa es un derecho jurídicamente exigible. Si en una democracia liberal, las ideologías no son un asunto privado, las ideologías religiosas tampoco deben serlo
La Antígona de Sófocles se estrenó en el Teatro de Dioniso, el más antiguo del mundo, situado en la ladera sur de la Acrópolis de Atenas, el 441 a.C. La obra fue un éxito: se representó treinta y dos veces sin interrupción. Los atenienses quedaron tan entusiasmados que le ofrecieron a Sófocles el gobierno de una de sus colonias.
La tragedia fue un género que nació, no por casualidad, con la democracia. Sobre la escena se re-presentaban (volver a presentar) los problemas políticos de calado. Las tramas invitaban a los ciudadanos a la reflexión, a la discusión y al diálogo. La de Antígona es de sobras conocida: El rey de Tebas decreta que nadie ofrezca sepultura al cadáver del hermano de Antígona y que se dé muerte al que trasgreda esta ley. La heroína deberá enfrentarse a la disyuntiva de dos normas que pesan sobre ella: la de los dioses o la de los hombres; la de la piedad religiosa o la de la polis; la de la conciencia o la de la ciudad; la que ordena que el cadáver quede expuesto o la que ordena dar sepultura a los muertos y realizar los ritos funerarios.
Con la historia de Antígona, Sófocles, en los tiempos en que la democracia ateniense está en su cenit, formuló un debate que sigue vigente hoy: ¿Hasta dónde se puede legislar? ¿Cuáles son los límites de la ley? ¿Qué relación han de mantener el Estado y la religión?
Este debate parece haberse reavivado en nuestra ciudad. La aprobación del reglamento de aconfesionalidad del Ayuntamiento ha generado que los vecinos de Gijón, como los espectadores de Antígona, estemos reflexionando, discutiendo y dialogando sobre el asunto. El problema es que en esta ciudad, quizás por su glorioso pasado en la historia de la coctelería, somos muy dados a mezclar cosas y, un riguroso análisis (literalmente “separar los elementos, descomponer”) nos exige justo lo contrario. Así que, como diría Jack el Destripador, vayamos por partes y separemos lo que es diferente de lo que es idéntico: aconfesionalidad y laicidad no son términos idénticos ni, por tanto, intercambiables. Conviene que aclaremos estos conceptos antes de formular un juicio.
En el Estado confesional existe una religión oficial. Tales son los casos de la antigua Atenas o de la Inglaterra actual. Pero también el de los ateísmo de Estado de la antigua Polonia o de la China actual. La aconfesionalidad es un concepto negativo que remite a la inexistencia de una religión estatal y que coloca al Estado en un papel neutral ante la pluralidad de iglesias. Pero no se debe entender la neutralidad del Estado en el sentido de indiferencia hacia lo religioso sino en el de colaboración. Este el caso de España tal y como se recoge en nuestra Constitución (Artículo 16.3: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”).
El término laicidad es problemático a cusa de su polisemia. Etimológicamente proviene del griego “laós” que significa “pueblo” y su origen se encuentra, curiosamente, en las primeras comunidades cristianas que lo usaban para designar a los fieles que no eran “cleros”, esto es, sacerdotes. Pero su sentido político no es unívoco sino equívoco. Puede significar por un lado autonomía del Estado para regir por sí solo la organización política, judicial, administrativa, fiscal y militar de la sociedad (algo que, por cierto, ya se encuentra implícito en la idea de aconfesionalidad). Pero también puede significar la promoción por parte del Estado de una creencia materialista y atea; o la pretensión del Estado de no someterse a ninguna moral superior; o la prohibición de que las Iglesias participen en la vida pública; o una actitud abiertamente hostil hacia lo religioso.
El problema del uso del concepto de laicidad es que uno nunca sabe a priori si su interlocutor tiene de él un sentido positivo y abierto o negativo y cerrado. Positivo, porque la neutralidad es entendida como colaboración; abierto porque se abre hacia los valores religiosos sin discriminar ninguna comunidad de creyentes. Negativo, porque la neutralidad es entendida como indiferencia; cerrado porque es hostil y excluyente contra la religión a la que trata como si fuese un producto tóxico.
Lo cierto es que la laicidad negativa no tiene nada de progresista: en una democracia moderna no se puede mandar a nadie a rezar a las catacumbas. La supuesta neutralidad es tan solo la apariencia políticamente correcta de una neutralización de lo religioso en el ámbito público. Este tipo de laicidad atenta contra la libertad de pensamiento y de expresión ya que obliga a los ciudadanos creyentes a formular sus propuestas en los términos de los ciudadanos no creyentes. La libertad religiosa no es una concesión arbitraria y generosa del Estado sino un derecho fundamental. Ningún ciudadano creyente debe tolerar que lo traten con condescendencia; mucho menos con hostilidad. La tolerancia religiosa es un derecho jurídicamente exigible. Si en una democracia liberal, las ideologías no son un asunto privado, las ideologías religiosas tampoco deben serlo. Negar el derecho a una ideología a estar presente en el espacio público es, en sí mimo, una privatización del espacio público. Y no debiéramos olvidar que el ágora democrática es un espacio vacío, del que solo está excluido aquel que pretende ocuparlo para sí mismo.