«Somos de lo que nos forja en tiempos muy tiernos. Mi güela tuvo el infortunio de vivir una guerra y pagar sus consecuencias»
“La única patria que tiene el hombre es su infancia”. Así expresa con vehemencia Rainer María Rilke (poeta y novelista austríaco) su sentir hacia la época más tierna de nuestras vidas. Y digo tierna para los que hayan podido concebirla como tal.
A lo largo de mi vida, y desde que era muy niña, he dado valor a los capítulos de la infancia. Pienso que lo que se vive en esa etapa nos deja huella como si fueran las marcas de edad del tronco de un árbol. Lo vivido en las primeras etapas te marca a posteriori los valores, las actitudes, la filosofía vital, incluso la forma de estar en el mundo.
A propósito de mi infancia, me vienen recuerdos de mi güela Aidé contándome las miserias que vivió durante la guerra civil en España que le tocó sufrir siendo muy pequeña y que la dejó huérfana con 6 años.
Su padre, mujeriego y vividor, abandonó (a ella y a sus otros dos hermanos y a su madre) para emigrar a Argentina. Ya había encontrado nueva concubina y se hizo las Américas dejando atrás a su antigua familia. En aquella época con cuatro perras en el bolso y algo de caradura hacías milagros. Es así como mi bisabuela quedó al cargo de sus retoños y tuvo la desgracia de morirse muy joven, aquejada de una infección de orina que no se pudo curar (me abruma cómo antiguamente la gente se moría por dolencias que ahora nos resultan banales). Y de esta forma mi abuela Aidé pasó a engrosar el listado de neños sin padres al cargo de mi bisabuela que contaba con poco o nada de recursos.
De aquella lo más normal para ganarse la vida era trabajar el mundo agrícola y ganadero en el rural, pero como no tenían ni tierras ni ganado, a mi güela le tocó ir a servir a “los ricos” a Oviedo.
Su primer capítulo viviendo y sirviendo para ellos fue tan tan traumático para ella que nada más volver a su pueblín en Piloña recurrió a la bestialidad infante para mitigar el problema. Hacha en ristre (que utilizaban para cortar pequeños tronquitos de madera para atizar la chimenea), decidió “cortarse” un poquito un dedo del pie izquierdo. Con la mala o buena suerte de que a la voz de “zas” el dedo le quedó colgando como si fuese el péndulo de un ilusionista. Con aquella hazaña mi abuela consiguió no ir a trabajar para los señores durante un tiempo, tampoco consiguió que aquel dedo volviera a moverse de por vida (doy fe que lo vi y lo llevaba tieso). Tuvo algo de fortuna ya que consiguieron recomponerle la osadía. Desde aquel día la apodaron en el pueblo “la arrebatá”, no era para menos.
Al hilo de éstas nuestras tristes guerras, no puedo evitar lamentarme y acordarme en estos convulsos días de la declaración abierta de ofensiva civil en Ucrania por parte de Rusia. Y de los niños/as que van a ser secuestrados de su infancia. Secuestrados de un futuro cierto, de una acumulación de recuerdos que podían haber marcado sus vidas y que se van a ver reducidos al expolio, el vacío y las pérdidas sin miramientos.
En resumen y para que ustedes comprendan la motivación que me lleva a escribir acerca de estas batallitas. Somos de lo que nos forja en tiempos muy tiernos. Mi güela tuvo el infortunio de vivir una guerra y pagar sus consecuencias. La gente de mi generación y las que siguen hasta hoy no imagina qué es eso. Occidente no valora estas cuestiones. Miramos a otro lado mientras posteamos “No a la guerra”. Lamentamos con pena que los niños ucranianos saluden a los tanques que se han convertido en el nuevo presente para sus inocentes ojos.
Ellos no van a tener la opción de elegir. El no futuro ya les viene de serie. Y así está ocurriendo en Palestina, Siria, Sudán, Nigeria, Afganistán, Irak, etc. Somos de lo que nos forja en tiempos tempranos. Quizá el dedo cortado de mi abuela guarde toda la filosofía del mundo moderno.