«Creo que Juan Ignacio González deja constancia con la humanísima intensidad de sus versos en el parque luarqués de una iniciativa que debería cundir en los parques de nuestras ciudades»
Lo conté varias veces haciendo memoria, algo que por profesión y vocación me acompaña desde hace casi treinta años. A finales de los sesenta del siglo pasado, cuando en esta histórica villa costaba hacer cultura y mucho más comprometerse con ella, algunos adolescentes nos juntábamos para leer nuestros primeros versos, revisar de prestado las pocas revistas especializadas, comentar los poemarios de aquellos autores que estaban en las trastiendas de las librerías porque no había sido tolerados por el régimen y participar incluso en algunos recitales vigilados por la autoridad incompetente. La verdad es que el resultado de aquellas inquietudes no nos llevó muy lejos versificando, pero si prendió en algunos la suficiente mecha como para alumbrar nuestras vidas y mantener hasta ahora esa llama encendida.
La poesía no era entonces ni lo es ahora un género mayoritario, ni creo que nunca lo sea, máxime en un país con unos índices de cultura y lectura tan bajos. Y eso que hay en España poetas jóvenes y no tan jóvenes con una obra notable, a la que se debería prestar en colegios e institutos, centros culturales y demás instituciones vinculadas con la educación una mayor cobertura pública.
Uno de esos buenos poetas lo tenemos en Asturias y es de celebrar por eso que una localidad asturiana haya tenido el acierto de plantar un poema de Juan Ignacio González en uno de sus parques, que para mayor celebración se llama El parque de la vida. El poema, La vecindad del musgo, lleva una cita preciosa de otro de nuestros grandes poetas, Joan Vinyoli i Pladevall (1914-1984), todo un maestro para la joven poesía catalana: Yo no soy más que un árbol que se alejó del bosque.
Creo que Juan Ignacio González deja constancia con la humanísima intensidad de sus versos en el parque luarqués de una iniciativa que debería cundir en los parques de nuestras ciudades, pues son estos ámbitos idóneos no solo para leer concentradamente la poesía, sino para organizar incluso recitales que hagan de este género literario algo más cercano y necesario para la sociedad de nuestros días, dominada por la superficialidad de los ruidos de todo tipo. ¿Por qué no se les ocurre esto a quienes diseñan los planes de estudio y los cambian y recambian con una frivolidad deplorable?
“Las horas en que escribo/ necesitan la sed de la pulpa de un árbol, / descubrir la oquedad donde duerme el olvido/ y aprender, con los pájaros, su aguda geometría”, leemos en el poema de Juan Ignacio. Es posible que algún alumno de colegio o instituto, al que no se le educó en la poesía con la emoción que comporta esa enseñanza para que nutra nuestra sensibilidad, encuentre un día esos versos del poeta mierense en el Parque de la vida de Luarca y sienta, al menos, la curiosidad por conocer otros poemas del autor.
Recuerdo a este propósito lo que me ocurrió cuando leí de muy joven unos versos del poeta gijonés exiliado Alfonso Camín (1880-1982) en el Parque de San Francisco de Oviedo, en los que también el árbol está presente: “Si soy el roble con el viento en guerra/ ¿cómo pude vivir con la raíz ausente?/ ¿Cómo se puede florecer sin tierra?”. Nunca olvidaré que en los escaparates de la vieja librería Cervantes de la calle Corrida pusieron después una amplia selección de su prolífica obra en prosa y verso, totalmente desconocida para muchos de los estudiantes de entonces. Toda ella floreció con el viento en guerra y la raíz ausente.