El Tablao Flamenco ‘El Alba’ quiso ser frontera abierta entre la bajovilla «sin riesgo» y «la mala vida» del barrio pesquero
Tenaz y con empuje. Así era aquel chavalín hasta que caía rendido en la cama, después de un frenético día. Perseverante, con empuje y bicicleta para repartir paquetes, avisos y cartas urgentes por Mieres. Llegó luego una Lambretta, otros menesteres y en el vértigo de la vida Laudelino Rueda, «el chico de los recados», se convirtió en el director de sucursal más joven de Asturias en el Banco Herrero de la Calle Uría, en Gijón.
Corría el año 1970 y en ese comienzo de otra década para cambiar el mundo; nacía su hija. Se llamaría igual que su mujer, una madre orgullosa: Alba. Una fría mañana que se prometía rutinaria, cuando Rueda cumplía un lustro al frente de la sucursal, el director recibió en su despacho a Quico y su familia. Venían a pedir un crédito, algunos no lo veían claro: «los bancos eran cosa de los payos», «los gitanos pedían dinero a la familia», mas lo que tenían en la cabeza requería de una fuerte inversión. Laudelino les habló de las condiciones del crédito, sacó de un cajón formularios, bolígrafo, calculadora y pidió avalistas. Quico y su familia guardaron silencio, un silencio de miradas sosegadas, de esas que hablan sin decir nada.
De repente Quico se puso a contar la idea que iban amasando desde hacía un tiempo, sabían muy bien lo que querían; un tablao flamenco en Cimavilla. El cante jondo estaba en su sangre, iban a dejarse la piel por el negocio. Fue tanta la ilusión desplegada en la reunión que Laudelino tomó la arriesgada decisión de avalar el tablao con su patrimonio. En los «despachos nobles» del Herrero no se lo podían creer pero respetaron a Rueda y aceptaron un envite que en caso de salir mal supondría la derrota profesional del joven director. El tablao tuvo éxito. Abrió sus puertas en el 10 de la Travesía Jovellanos, esquina con Recoletas. Fue bautizado como ‘El Alba’ en honor de Alba madre y Alba hija. El director, su esposa y amigos asistieron a la inauguración, a la que le siguieron unas cuantas noches golfas. De las que empiezan a menos cuarto y no terminan nunca. A mediados de los 70 Cimavilla era territorio comanche, un hervidero de almas canallas. El Tablao Flamenco ‘El Alba’ quiso ser frontera abierta entre la bajovilla «sin riesgo» y «la mala vida» del barrio pesquero… Cuando murió ese gran tipo, peculiar y decente, soñador metido en el despacho de un banco, un puñado de amigos se comportaron como perfectos enemigos. No faltaron al funeral Quico y su familia, jamás fallaron en su compromiso con «el dinerín» del Herrero, ni con la familia de Laudelino. Cerraban de madrugada el tablao, armaban puestín en el rastro y al terminar de recoger visitaban a «las Albas». Sin llevar las manos vacías: zapatillas, toallas, rodillos, batas. La periodista Alba Rueda, la hija del director, mantuvo siempre un vínculo muy especial con el barrio alto. Su tía Elena vivía allí, y disfrutó en los 90 de la interminable noche del barrio con su amiga Merce y pandilla, sin olvidar las copas «por la patilla» en la barra de Quico…
En una época familiar tormentosa, cuando Alba ya trabajaba en la radio, decidió vivir unos meses cerca del cerro. En los paseos con su perro Pachu los recuerdos a veces se escapaban con los vivos colores del atardecer mientras el viento en la cara azotaba, nombres, sonidos, olores… Una gélida tarde cantaba Alba «por lo bajini»: «Se enamoró mi caballo de una yegua de Castilla». Una canción viajera en el tiempo que traía de golpe: el taconeo, las palmas y el sincero brindis en la madrugada del Tablao Flamenco ‘El Alba’.