
«Tan viva y estruendosa como todos los corazones playos que saludaban y despedían a una ballena, la gris y fría mañana del día de Nochebuena»
La primera vez que noté algo raro en mi hija Brenda fue en Noruega. Una semana de agosto en casa de mi amiga Lorena en Hennigsvaer. La inquieta chiquilla tenía tres años cuando se quedó clavada frente al escaparate de la pequeña tienda de pescadores, repleta de turistas, se fijó en la silueta dibujada de una ballena en las piedras lisas y redondeadas, que se venden como pisapapeles, y pidió perdón. Dos, tres veces, pegada al cristal pidió perdón, llorando sin consuelo.
Dos años más tarde, en Luarca, me cogió de la mano y señalando a un hombre alto, corpulento y de barba cana, me dijo: «Mamá ese señor era el mejor arponero de Bermeo, cazamos juntos más de cincuenta cachalotes entre Luarca y Gijón». Muda me quedé, no quise entonces dar importancia a «las fantasías» de Brenda. El trabajo o tal vez el destino decidió colocar nuestro hogar en Cimavilla el pasado año. Cimavilla, el barrio – pueblo del que nació Gijón y hoy es tan solo un apéndice olvidado para las autoridades municipales. Mi hija siempre quiere comer patatas con calamares en el Restaurante Las Ballenas y su patio de juegos favorito es el Tránsito de las Ballenas. Allí susurra algo que nunca consigo descifrar acariciando muy despacio el largo hueso de un cetáceo. Descubierto y enquistado en el pavimento de la calle.
«Mamá «, me soltó de repente. «¿Tú sabias que en el mes de octubre de 1885 quedó varada una ballena en la playa de San Lorenzo?». «Justo en la frontera entre el Piles y la arena, donde se tocan el río y la mar». «Cariño, ¿y tú cómo sabes eso». «Lo sé, mami. La gente iba y venía». «Ir a ver la ballena», «se decían los unos a los otros». «Mami, en otra vida yo cazaba y despedazaba rorcuales, vacas pintas, cachalotes… las flexibles barbas se utilizaban en los corsés y cumplían su función como varillas de sombrillas y paraguas, con los huesos algunos ebanistas terminaban muebles blancos, lacados y el saín se convertía en combustible, alumbrando casas y callejones». «Me arrepiento de lo que hice». «Una madrugada de viento suave fijó su ojo húmedo en los míos la infortunada, enorme y triste yubarta, envuelta en olas de rojo sangre, rodeada de amarras. «Esa tibia madrugada me prometí no volver a matar ballena alguna…»
En aquella gris y fría mañana del día de Nochebuena alguien gritó: «Por allí asoma». El rorcual emergió y se zambulló con estrepito azulado mientras mi hija Brenda estiraba sus brazos hasta llegar a tocar el morro del imponente cetáceo. Al minuto se presentó la inevitable multitud para ir a ver la ballena como antaño. Pero esta vez tan viva y estruendosa como todos los corazones playos que saludaban y despedían a una ballena, la gris y fría mañana del día de Nochebuena.