Juan Carlos no tiene quien le escriba, pero sí tiene un séquito a su merced. Son cuerpos jóvenes, esbeltos, exóticos, raciales, nada que ver con Corinna que le quemaba el corazón como quema el hielo la piel
Se cumple un año del exilio. Juan Carlos de Borbón es la expresión de la decrepitud de la monarquía. Todo símbolo cumple una función. La de la monarquía en un régimen democrático y constitucional no es otro que representar la unidad de España. Una vez que los borbones han dejado de cumplir esa función, no tiene mucho sentido seguir manteniendo el símbolo.
Juan Carlos sigue representando a esos viejos aristócratas que se levantan y esperan a que el servicio les sirva un desayuno continental mientras leen el ABC. Esta monarquía moribunda huye de los clubs, los casinos, las fundaciones, las peñas y casinos que dibujaban la otra heráldica borbónica, esa que se unía a la de los jerifes, las jequesas, los sultanes y alguna Mata Hari nórdica y letal, dispuesta a todo, con tal de mantener bien abultada la cuenta en Suiza.
Dicen que el regreso de Juan Carlos a España está de la mano de su hijo, Felipe VI. Vuelve a repetirse la vieja crónica borbónica en la que padre e hijo se traicionan, se putean, se ningunean, como le pasó a Carlos IV y a su hijo Fernando VII. Y aquí volvemos a tener un problema serio que zahiere aún más a la monarquía, pues el levantamiento del exilio del padre deshonrado debería depender de la mano de un juez, no de un rey ni menos aún de un hijo. Sea como fuere, basta con observar el retrato de familia de Goya para ver cómo se cumple el viejo adagio de Heráclito: el carácter es destino.
Mientras tanto, en su exilio, Juan Carlos recibe la visita de sus hijas, distraído de sí mismo, ajeno al protocolo; se pasea con el sultán de Abu Dabi, que le pone al día de los coches, las cuentas, el imperio; y contempla los jardines de su palacio como un beduino en el desierto, indiferente ante una arquitectura límpida, blanca, abstracta, casi como una antesala del cielo, esperando a que se cumpla la clemencia de su hijo.
Juan Carlos siembra entre naranjos y un cielo redentor suspiros de España. Después acude el servicio. Da órdenes severas, pero desganadas, seguras y eficaces, pero un tanto cansadas. Juan Carlos no tiene quien le escriba, pero sí tiene un séquito a su merced. Son cuerpos jóvenes, esbeltos, exóticos, raciales, nada que ver con Corinna que le quemaba el corazón como quema el hielo la piel. Ahí está la fiesta de los cuerpos ante un cuerpo/escombro, inválido y ante el harén de cuerpos rápidos y sonrientes, cuerpos extranjeros que siempre le hablan en inglés, Juan Carlos vuelvo a sembrar otro suspiro que es como un pétalo rosa desprendiéndose de su cara.
Mientras tanto, su hijo Felipe despacha con el otro servicio, el de Pedro Sánchez. Tanto el presidente del Gobierno como el Rey compiten en estatura y se roban el plano mutuamente como dos actores de Hollywood en un palacio de la baja California. En el verano, se ritualiza hasta el semblante. Creemos que pasa de todo, pero en el fondo, nunca pasa nada.