Ayer nos pasamos la mañana en el Toma 3 celebrando a Battiato, que venía preparándose para la muerte con la serenidad de un monje tibetano en su vieja Sicilia, a los pies del Etna
A los 76 años, parece increíble que Franco Battiato se haya muerto. Uno diría que Battiato nunca se iba a morir, si no fuera porque ayer las cabeceras y las radios estuvieron todo el día recordándonos al trovador italiano que buscaba el centro de gravedad permanente, ese que no varíe lo que ahora pienso de las cosas y la gente. Supongo que para poder alcanzarlo se hace imprescindible abolir la nostalgia, abrazarse desesperadamente al presente y seguir soñando. Hace cinco años, pocos días después de que lo pudiéramos ver en el Auditorio Príncipe de Asturias de Oviedo, decidió retirarse. El silencio es la única fórmula alternativa para seguir siendo escuchado.
Franco Battiato evocaba en sus canciones una alegre melancolía, sus letras se hicieron solubles entre la gente, bajo la premisa de lograr enjaretar la plasticidad de sus melodías pop con la abstracción lírica o el coloquialismo de sus versos, la electrónica vanguardista, las contradicciones de la vida urbana, el dodecafonismo y la fe, el rock progresivo y lo que usted quiera con unas descripciones insólitas de las emociones y las convicciones políticas y religiosas de nuestro tiempo. Battiato hoy era una extravagancia musical, una anomalía que sólo podía tener sentido en Italia o España. Pero seguía siendo moderno. Con el rostro de un intelectual marxista que ha pasado por el budismo, consiguió que su poesía entablara una conversación directa con el público. Barroco, vanguardista, lírico, político, espiritual, étnico, semiótico, cósmico, bucólico y sentimental, fue acumulando etiquetas que en su cráneo preclaro adquirían otro sentido, otra verdad, una franqueza, una decencia y una humildad popular que admitía entre sus seguidores a un mecánico de Mieres, a un estudioso fanático de Stockhausen y a un violinista polaco emigrado de la Varsovia fascista obsesionado con los ritmos electrónicos de Burial o Thom York.
Ayer nos pasamos la mañana en el Toma 3 celebrando a Battiato, que venía preparándose para la muerte con la serenidad de un monje tibetano en su vieja Sicilia, a los pies del Etna. Oculto tras sus gafas oscuras de intelectual moderno y solitario, sus invectivas políticas remitían a Pasolini y sus versos a Cesare Pavese, al que yo le encontraba desde adolescente hasta una similitud física, como si ambos se solaparan en los retratos de los discos que publicaba, desde la nostalgia y el fracaso uno, desde la esperanza y el optimismo el otro, y supieran, bucólicos y templados, que un día les vendría la muerte y tendría nuestros ojos.
Retirado en Milo, Sicilia, llegó a ser consejero de Cultura en 2013 en la candidatura de Rosario Crocetta al gobierno regional. Desarmado por la corrupción y reencarnado en Diógenes de Sinope, no tardó cinco meses en proclamar ante el Parlamento Europeo que todos los políticos italianos eran unas putas, capaces de cualquier cosa. Crocetta, tras las críticas de las senadoras italianas que lo acusaron de sexista, lo cesó inmediatamente, así que fuese todo y no hubo más.
Vivir no es complicado si puedes renacer después y cambiar varias cosas: las frivolidades y tanta estupidez… Battiato creía en la reencarnación. Yo siempre lo comprendí como a un monje pagano y hedonista, capaz de otorgar temperatura humana a las estatuas del foro romano, dispuesto a iluminar nuestro rostro tenebroso, maquillado de culpas y prevaricaciones. Battiato le puso música al cosmos, a Europa, a estas cinco últimas décadas, con su trajín de guerras, nómadas, estrellas, lunas y soles posados sobre la Piazza Navona o su pueblo natal, Jonia. Battiato hablaba del animal que llevo dentro y te ama a ti.