
«Ahora solo hay barber shops, que es lo mismo, pero en inglés y con más tatuajes. Movido por la curiosidad, me animé a probar uno de sus cortes de pelo»
Por Marcelino Llopis Pons
Ya no existen peluquerías para caballeros, ahora solo hay barber shops, que es lo mismo, pero en inglés y con más tatuajes. Movido por la curiosidad, me animé a probar uno de sus cortes de pelo. No es que mi estilo sea muy elaborado o complicado: máquina al tres por arriba y al dos por los lados y por detrás, algo tan simple que ni siquiera requiere peinarse. La vida es demasiado corta como para perder tiempo emparejando calcetines y peinándose… o lo uno o lo otro. O mejor aún, ninguna de las dos cosas.
Al entrar, me sorprende la decoración: calaveras, rosas negras, una pared de ladrillo visto, todo cuidadosamente colocado para que uno sienta que, en vez de cortarse el pelo, está en un club clandestino de moteros refinados. Incluso el olor es agradable. Supongo que, como mínimo, huele a hierbas de la Provenza. Nada que ver con la peluquería de Ramonet, a la que solía ir de chaval en Dénia. Aquel sitio tenía paredes blancas, alguna foto antigua y, por supuesto, la bufanda del Valencia, que era el auténtico toque de distinción. Y cómo no, olía a caballero de verdad, olía a Brummel.
Me indican que me siente a esperar mi turno y me ofrecen un café; sí, en los Barber shops tienen máquina de café, e incluso en algunos hasta tirador de cerveza. Realmente no sabes si vas a cortarte el pelo o estas en el Dindurra. Sin embargo, eché en falta la mesita con el ‘Superdeporte’ y el ‘Marca’, y, bajo esa pila de periódicos, la sagrada ‘Interviú’, con sus audaces reportajes de gran interés periodístico, que su lectura y visionado hacían que la espera pareciese realmente corta.
Mientras espero, sin lectura disponible, me fijo en cómo le están cortando el pelo al chaval que está sentado. Le pone tanto esmero y atención al detalle que más que un corte de pelo parece que está esculpiendo un busto de Julio César. Pero, claro, aunque no le quito mérito, lo de Ramonet era aún más impresionante. Porque cortar el pelo a alguien que tiene pelo puede tener su complicación. Pero, amigo, hacer cortinillas a señores con el mismo número de cabellos que Homer Simpson, es decir, dos, eso es otra liga.
Al cabo de unos minutos, me toca a mí. El barbero me pregunta cómo lo quiero y, lo dicho: el tres arriba y el dos por los lados y la nuca. En ese momento, tras su mirada, me doy cuenta de que es como si hubiese contratado al mismísimo Miguel Ángel para pintar el techo de mi casa de color blanco.
Durante el corte, llega la parte más importante: la conversación. Fue de lo más civilizada y trivial. No estoy acostumbrado a eso. Ni una sola teoría conspiranoica, ni una maldición a los árbitros, ni siquiera un recuerdo a la familia de algún político. Francamente, me sentí en otro universo paralelo.
Cuando terminó, el corte estaba perfecto. Luego vino un masaje capilar que me agitó la neurona y otro masaje de barba (que, sinceramente, no sabía que se podía masajear). Y, finalmente, el momento de pagar. Ahí sí me pareció que el café tuvo que ser cosechado a mano por Juan Valdez, tostado por un monje tibetano y traído en un colgante encontrado por Indiana Jones; y aunque mi corte fuese simple, lo cobró como si realmente me hubiesen pintado la capilla Sixtina en la cabeza.
Aún si creo que volveré… por el café, aunque sea un poco caro; al menos te cortan el pelo.
Lo clavaste. El otro día vi una «barber shop»… ¡¡con una mesa de billar!! Ahí estaban el barbero y los colegas echándose una partidita.