«Mantenemos ese carácter del mar y de la mina, de apertura de horizontes en la mirada, y de polvo en nuestros pulmones por la lucha desigual contra las vetas»
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¿Qué son cincuenta años para una obra de arte? Nada, un suspiro, un respirar infantil, un cumpleaños de tarta con espacio para multitud de velas. El Retablo del Mar, obra de Sebastián Miranda, está de aniversario, cumple medio siglo, y lo hace de manera solitaria, quizás reflejo de su manera de vivir durante estos años. En el piso superior de la Casa Natal, cerca de los cielos, cuando siempre fue concebida para estar al lado de la mar, se encuentra una de las mayores obras, por tamaño y representatividad, del escultor asturiano. Entrar en la sala, tras sortear niveles de escalones, es introducirse en un mundo que permite la reflexión interior y el contacto cercano con la policromía tallada. Un momento de vuelta al pasado mirando el presente, o de presente mirando el pasado, pues quien se coloca frente a la pieza, no como una obra de arte, sino como una representación de nuestra ciudad, juega con los tiempos en una espiral sentimental muy difícil de repetirse en otro espacio de nuestro equipamiento jovellanista.
Quizás, no todos los coetáneos y coetáneas con El Retablo sientan que se encuentran ante un recorrido histórico de su misma vida, que frente a él o ella puede ver el cambio de una ciudad que miró, dio la espalda y volvió a mirar al mar durante estos cincuenta años. Quizás, no todas las personas permanezcan en silencio, mirando con la pausa necesaria para contemplar los detalles de profesiones que han desaparecido con el silencio provocado por la deshumanización. Quizás, no todas las personas que suben las demasiadas escaleras hasta llegar al íntimo rincón, se sientan ante una confesión de la ciudad, en donde nos demuestra la grandeza de esta tierra bañada por el Cantábrico. Grandeza, pues el arte, en sí mismo, lo es, pero, además de ello, además de esa madera tallada con vida, además de esos gestos con menos expresión que el original, el espacio de recogimiento donde se ubica este bajo y medio relieve nos permite ver aquello que nos hizo grandes como gijoneses, como gijonesas: la mar.
El Retablo hace referencia, en una sola escena, a la vida de las personas del Barrio Alto, gentes peculiares de la rula, marineras que vivían de la mar, y que, cuando las miras, ves la personalidad, la clase social, las profesiones, el humor, las relaciones, envolviendo la madera en una verdadera historia viva del barrio. En la estancia superior del insigne e ilustrado gijonés, hueles a mar, te dejas llevar a la rula de antaño, esa que se ha quedado colgada en tu memoria, mientras ibas cogido de tu abuelo para ver un baile de números que no comprendías, te sumerges en las olas, te tumbas en la arena húmeda de San Pedro, percibes el sonido de paladas de oricios que salen de los camiones para introducirse en un saco o en un cubo, te llega el fuerte olor de un muelle en donde las barcas descansaban en el fango. Lo miras, y recuerdas esa Cimavilla con personas en madreñas, aunque estuvieran ya aceradas las calles, ese barrio con gritos por las ventanas, en una conversación cercana a las histéricas gaviotas. Ves las mujeres, con delantal de cuadros, más grandes o más pequeños, más oscuros o más claros, pero siempre azules, yendo a la compra en los comercios del barrio, esos en donde las berzas parecen querer entrar a charlar con las vecinas, mujeres eternamente sin prisa, que buscan, cuando así lo consideran, la excusa del tiempo para ausentarse. Miras El Retablo y te acuerdas de un modo de vida que se pierde, una Cimavilla que se aleja, una ciudad que muta hacia otro Xixón, donde la domesticación quiere suavizar nuestras raíces. Miras a Concha La guapa o a El Balanchu, cercanos a nuestras propias casas, a esas personas eternas que construyeron, con sus manos y su manera de ser, la idiosincrasia del Barrio Alto, el sentimiento playu, la gracia y sátira gijonesa, y, frente a ellas, te sientes, entre esas cuatro paredes, olvidando escaleras, no escuchando el silencio, más gijonés que nunca, pues, contemplándolas, miras a esa mar que te acompañó cada día, esa que, cuando venías de viaje, debías pasar por San Llorienzu para sentir su movimiento, su olor, su sonido. Para ver y saludar a tu compañera vital e inseparable.
Lo bueno y malo que tenemos las personas de Gijón, aquellos que vimos crecer la ciudad durante estos últimos cincuenta años, en una batalla de pérdidas y ganancias, es nuestro apego a lo que fuimos. Mantenemos ese carácter del mar y de la mina, de apertura de horizontes en la mirada, y de polvo en nuestros pulmones por la lucha desigual contra las vetas, de sentimiento de libertad meciéndose sobre las olas, y de camaradería construida bajo un foco sobre las cabezas. Todo ello, toda esa historia vivida, se puede hacer arte, pero, sobre todo, se hace sentimiento.
Feliz cumpleaños