«El mundo de los muertos sólo reclama a aquellos que fueron despedidos. La COVID-19 interrumpió esta ley de los hombres y las mujeres«
No hubo funerales, no hubo flores en el entierro, no hubo olvido ni tampoco un recuerdo. No hubo lágrimas, tampoco lamentos. Sólo hubo un silencio quirúrgico, el espanto de los tanatorios vacíos, una muerte sin luto. Demasiado silencio. La pandemia nos deja este legado siniestro, este aire extraño de habitación climatizada, del que no sabemos aún qué secuelas sociales, colectivas, se derivarán con el tiempo. Lo que sí sabemos es que las habrá.
Celebramos funerales y atravesamos momentos de luto para conjurar el dolor por los ausentes. Hay algo sagrado, antropológico, en todo esto. Sin el luto, arrastramos una pena que alimenta los espectros del pasados. El mundo de los muertos sólo reclama a aquellos que fueron despedidos. La COVID-19 interrumpió esta ley de los hombres y las mujeres. Se impuso la seguridad sanitaria, el control frío bajo las mascarillas, las epis y toda una parafernalia difícil, rara, hiperhigienizada.
«La estadística fulmina el alma de los muertos«
Recuerdo la cremación de mi abuela. Fue una escena fascinante. Una pantalla de televisor retransmitió el momento en el que el féretro era introducido en el horno crematorio. Allí estábamos todos, en una salita que cinco minutos antes había convocado a sus familiares más cercanos para despedir por última vez su rostro sereno, cerúleo, pálido. Recuerdo el beso de mi tía. Aquel último gesto. Yo nunca había visto antes besar a un muerto. Y cinco minutos después de aquél beso, su ataúd era combustible y llama en un plano fijo que podías observar con una insólita tranquilidad. Nosotros, desde una habitación, contemplamos ese momento absolutamente lynchiano con calma y extrañeza, con espanto y curiosidad. El féretro se desplazaba lentamente por una cinta hacia la hoguera. Tanta sofisticación me había embriagado. Era la muerte en tecnicolor, la muerte en pantalla de cincuenta pulgadas. Aquel gesto laico, definitivo, alcanzaba la sublimación de los sagrado con aquella retransmisión.
Desde entonces, los primeros meses de cuarentena subvirtieron la imagen de la muerte. La consagración del invierno de nuestros vidas se ha volvió anónima, envuelta entre el pánico de las cifras, el yugo a las libertades y el control sanitario. El miedo se colaba en los ataúdes. Así que pasamos del luto en calidad HD a la ocultación de la muerte bajo un silencio oscuro. Nos manejamos mal con la estadística. Las grandes cifras restan emotividad a las cosas. Las frivolizan. Una sólo muerte nos espanta. Un millón nos narcotiza. La estadística absorbe el aurea de los objetos. Por esa misma razón, creo que la estadística fulmina el alma de los muertos. Y se lo dice un ateo. Esta muerte mecánica y estabulada no creo que nos traiga nada bueno.