La vida de Gijón y de cualquier ciudad es también una story. Una postal constante, sucesiva, distinta y repetida, un mundo desafiante de profunda candidez de espejo, donde las más claras distancias tratan de soñar lo verdadero
Ha dicho Iñigo Errejón que la vida no es una story. Tiene razón, pero yo me enamoro todos los días de la misma mujer cada vez que la veo a ella en una story. La story alimenta la fantasía y sin fantasía, se enfría y marchita el deseo. Sin deseo no tiene sentido la vida, ni esta columna, ni este diario, ni nada.
La vida no es una story, cierto, como tampoco la política es un tweet ni un comentario en Facebook hace un ensayo o una columna. De pronto, Iñigo Errejón le hace la crítica a Marshall McLuhan para refutar que el medio es el mensaje. Pero el medio sigue siendo el mensaje, después de toda la turra que nos han dado los medios a través de las redes sociales. El ecologismo de nuevo cuño de Errejón le quiere hacer la guerra al smartphone y al iphone, pero cada uno de nosotros vive en la tecnología, forma parte de ella, se multiplica con ella.
Siento verdadera fascinación por Instagram. Por cada imagen y cada story de IG, uno saca cinco columnas y hace la jornada de toda la semana. Lo que se come, lo que se oye, lo que se baila, lo que se folla, la casa, tu cocina, tu dormitorio, tu baño, lo que piensas, lo que odias, tus anhelos, tus deseos, tus perversiones, todas tus vanidades y todas las emociones nos las cuenta como nadie Instagram, expresando el pulso falso y banal de la vida cotidiana. Acierta Errejón y fracasa cuando afirma que la vida no es una story, porque una story es más real que la vida misma. Occidente es feliz en Instagram, impunemente feliz. De ahí nuestra fascinación erótica por la superficie del móvil cuando irrumpe el deseo en una story. Ahí está nuestro mundo, un mundo que se le parece, falso, real, amenazador, confortable, pletórico, líquido y frustrante. Luego, fuera de la pantalla está el hambre, la guerra, el ERTE, la enfermedad, el desierto y la muerte.
La vida de Gijón y de cualquier ciudad es también una story. Una postal constante, sucesiva, distinta y repetida, un mundo desafiante de profunda candidez de espejo, donde las más claras distancias tratan de soñar lo verdadero. El presidente Trevín nos regala cada mañana un amanecer feroz de la playa de Gijón. Juan Carlos Gómez, socialista, hostelero y masón, repasa las calles vacías de la ciudad, Ladygaia es capaz de atrapar un instante bressoniano en una esquina. Este diario hace también su proselitismo de la ciudad. Y así en este plan. No es la vida, pero se le parece mucho más.
Instagram pone en evidencia nuestra gentil manera de mentir. La vida en IG es un juego descarado, deliciosamente erótico sobre el que se vuelca nuestro ansia de ser burgués. Pero Instagram también nos sitúa en nuestra época. Es nuestro aquí y nuestro ahora, rabiosa y diabólicamente individual. Pero es mejor ir con la época que con la eternidad. La eternidad te convierte siempre en una momia y este cuerpo no se hizo para ocupar la tumba de un faraón vendado. Instagram nos deleita con el perfume feliz de nuestro tiempo. El que no huele a su tiempo es que huele a podrido.
Lo dijo Balzac: «Uno vale más si sabe que lo miran». Todo el dandismo está esenciado en esta frase que se adelanta a Oscar Wilde casi un siglo. La story, querido y desocupado lector, presupone que somos nuestro propio público. Mantenemos la dignidad hacia dentro expresándola con deleite hacia fuera. Hacer de la intimidad una provocación Y por ahí vamos eligiendo lo que somos y, sobre todo, lo que queremos ser. Se lo digo a Missheretoo, bíblica, luciferina, sagrada y pecadora, que me embriaga con su cuerpo, ilumina mi retina con sus gestos y la descubro en su muro como una antología de sí misma luciendo su figura incandescente: «Eres todo lo que necesito /Estoy en medio de tu imagen/yaciendo entre los juncos».