«No pocas de aquellas criaturas comprobaron que la última imagen de sus progenitores se fue difuminando con el tiempo, sin tener a la postre la posibilidad de reencuentro con la que de seguro soñaron en los primeros años de separación»
Todos los que fuimos niños en Gijón por los mismos años que mi estimado amigo Goti del Sol tenemos referencias, más o menos borrosas, de la presencia de los Niños de la Guerra en las conversaciones familiares. Forman parte, como dice Goti, de nuestro imaginario personal, y puedo dar fe de que eso, sobre todo, cobraba cuerpo de soliloquio cada vez que iba con mi padre a pescar en los mismos espigones del puerto desde los que partió aquella expedición de pequeños refugiados, algunos de ellos de muy corta edad, hacia el mundo desconocido que les esperaba en la Unión Soviética.
Posiblemente, muchos o la mayoría de los padres que quisieron poner a salvo de los desastres de la guerra a sus hijos, tenían la confianza puesta en que aquella separación no sería por mucho tiempo, pero también cabe la idea de que no faltara en su cabeza la posibilidad de que la separación se dilatara por mucho tiempo, como finalmente fue. No pocos de aquellos Niños de la Guerra comprobaron que la última imagen de sus progenitores se fue difuminando con el tiempo, sin tener a la postre la posibilidad de reencuentro con la que de seguro soñaron en los primeros años de separación.
Falta en la filmografía española, tan irregular y escasa acerca de la guerra de 1936, una recreación de lo que fue aquel día de septiembre de 1937, pocas semanas antes de que las tropas sublevadas ocuparan Gijón y cayera con la ciudad el frente norte republicano. De seguro que en cualquier otro país de nuestro entorno, en el que se hubiera vivido esta dramática evacuación, no faltarían cineastas que acometieran no solo ese viaje sino las penalidades que hubieron de soportar sus viajeros, una vez radicados en ciudades como Leningrado, duramente asediadas por las tropas nazis poco después en la Segunda Guerra Mundial.
En el capítulo de agradecimientos por mantener vive esa memoria, ahora que en La Rula se presenta una exposición de aquella diáspora, debo mencionar a mi estimado David Acera, magnífico actor y narrador oral, que entre su repertorio tiene los cuentos de Pablo Miaja (1876-1957), el maestro ovetense vinculado con la Institución Libre de Enseñanza, primo del general José Miaja, que dirigió la expedición de aquel millar de pequeños refugiados. Acera, con indudable acierto, subtituló su espectáculo ‘De cuando las palabras se convirtieron en remos para huir de la guerra’. Habría sido un acierto también que la muestra que se ofrece estos días de La Rula, ‘Las dos patrias de los Niños de la Guerra’, hubiese contado en el programa, bien para inaugurarla o clausurarla, con el buen hacer actoral de David Acera para que las palabras del olvidado Pablo Miaja sirvieran en esta ocasión como ilustración sonora de las fotografías que se ofrecen en la exposición.
Nos cuenta Goti que su madre y su tía estuvieron en la lista para ser enviadas a la Unión Soviética, pero en el último momento el güelu Nemesio dijo que se quedaban, y se mantuvo en sus trece pese a la enorme presión familiar para que no adoptase esa decisión. Sí salieron del puerto de El Musel los tres hijos de su tía-abuela Luisa, casada con Nilo Álvarez, que estaba en la organización del viaje. Uno de ellos salió ya enfermo de Gijón y murió al poco tiempo. Los otros dos se formaron en la Unión Soviética: uno como director de fotografía y otro como ingeniero.
Algunos de los padres de esos niños fueron fusilados por las tropas sublevadas contra el gobierno del Frente Popular. Otros pasaron por las cárceles y los campos de concentración franquistas. En cada uno de los hogares en los que se vivió la amarga disyuntiva de separarse de los hijos o mantenerlos en casa ante una perspectiva de hambre, miseria y posible orfandad, debieron darse situaciones tan dramáticas como las que cuenta Goti del Sol. Nunca la historia de aquellos Niños de las dos patrias deberá habitar en el olvido.