Yo pude haber vivido en muchos sitios, pero elegí vivir en esta tierra. Siempre digo que Asturias es mi patria elegida


Benito nació el 2 de febrero de 1911 en un pequeña aldea de Huelva. Trabajó en una explotación minera que se encontraba cerca de la Puebla de Guzmán, una localidad de la serranía del Andévalo onubense famosa por sus jamones, su aguardiente y su fandango. Allí se enamoró de Francisca, una joven de buena familia que no debería casarse con un minero; pero, cuando Benito apareció aquella tarde con su yegua blanca y la camisa abierta, los dos supieron que las leyes inexorables del Universo son más fuertes que las morales provincianas de los hombres. Francisca, con una mano poderosa de cimiento, tomó la mano de Benito y se montó a lomos de un mismo destino mientras le cantaba al oído coplillas cuya letra solo conocen los que aman el amor.
Pero la guerra estalló como estallan las bombas, en la noche negra y sin previo aviso. Los nacionales tomaron la Puebla y separaron a Benito y Francisca como el golpe del hiato separa la sílaba. Benito fue conducido a la prisión provincial de Huelva. El guardia civil que lo custodiaba en el traslado le salvó la vida, cuando le dijo: «Benito, en la próxima curva, salta del camión. Vamos a matarte». Días más tarde lo encontraron trabajando en un cortijo y lo trasladaron al campo de concentración de la isla Saltés y, de ahí, al de Rota. El 11 de junio de 1940, en Tarifa, se celebró contra él un juicio sumarísimo de urgencia por «profesar ideas izquierdistas al estar afiliado a la U.G.T.» tal y como relata el auto que lo condenó a la pena máxima por un delito de adhesión a la rebelión. Pero Benito tampoco murió ese día. El universo parecía empeñado en trazarle un camino. Por ser minero, se le conmutó la pena por la de reclusión perpetúa en uno de los batallones de trabajos forzados que fueron vagando por España de mina en mina.
Mientras, Francisca luchaba en su propia guerra recabando testimonios favorables a su marido de las autoridades de la Puebla de Guzmán, las gentes de orden y del último de los vecinos. La cantidad de informes positivos fue tan abrumadora que, cuatro años después, se revisó su caso y, después de 2611 días de reclusión, Benito recuperó la libertad para besar a Francisca y hacerle una hija.
Benito y Francisca montaron una tiendecita en el pueblo y se ganaron el respeto y el cariño de sus vecinos. Pasaron los años y Benito se convirtió en un hombre de manos grandes, hechas a sí mismas y secadas al calor del campo andaluz. Solía vestir una tosca ropa de pana y franela que siempre olía a aceite y a naranjas. Su mirada era tan blanca, justa y honesta como la cal que lucía las paredes de su casa.
Tuvo la sabiduría de anteponer el amor a todo. Supo compartir con su amigo del alma algo más profundo y radical que la ideología que los separaba: la amistad y el mus.
Aunque recuperó su vida, una cierta nostalgia, una especie de saudade, le acompañaba como una sombra. Durante su cautiverio estuvo en Asturias y se enamoró de esta tierra. Las mujeres de los mineros asturianos iban a verlo a prisión para llevarle comida y calor humano. Siempre decía que, algún día, viviría en ella. Dormía a su nieto describiéndole la altura de las montañas y el verde de los valles.
Spinoza afirmaba que nos creemos libres porque sabemos lo que queremos pero desconocemos por qué lo queremos. Yo pude haber vivido en muchos sitios, pero elegí vivir en esta tierra. Siempre digo que Asturias es mi patria elegida. En mi casa tengo una foto de un hombre de manos grandes que viste una ropa tosca de pana y que sostiene la mano de un niño de cinco años que lo mira como si estuviera ante la misma presencia de Dios. Benito era mi abuelo. Nunca he sabido por qué amo tanto esta tierra; ahora lo sé. Descartes se equivocó: no existimos porque pensamos; existimos porque alguien pensó en nosotros.
He compartido el enlace de esta conmovedora historia en un grupo FB de la Puebla:
https://m.facebook.com/groups/281357217767/permalink/10159645369002768/
Saludos