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Bruselas, 1 de octubre

Agustín Palacio por Agustín Palacio
01/10/20
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«Sirva esta columna como un llamamiento a cambiar el prisma con el que se observa a las generaciones de menor edad»

El primero de octubre es un día importante en Bruselas. No solo porque marca el inicio del mes que da paso al inevitablemente largo y oscuro invierno belga; ni siquiera porque, en esta fecha, los numerosos parques de la ciudad empiezan a llenar sus árboles de maravillosos colores. El día 1 de octubre es importante porque es también el día 1 de las becas de otoño de las instituciones europeas. 

Becarios europeos (European Parliament, 2020. Source: EP/Alexis Haulot)

En un ritual que se repite también cada 1 de marzo –con la llegada del turno de primavera-, centenares de jóvenes procedentes de todos los rincones de la Unión Europea (UE) aterrizan en la capital belga para empezar una nueva aventura laboral y vital. 

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Entre ellos, por supuesto, multitud de españoles, un puñado de asturianos, y, casi siempre, algún que otro gijonés o gijonesa. En una pieza publicada recientemente, Nacho Alarcón, corresponsal comunitario de El Confidencial, retrataba así la motivación de estos jóvenes: a caballo entre el exilio por la falta de oportunidades laborales en nuestro país y los ideales que les animan a poner su buen hacer profesional al servicio del proyecto europeo.

«Quienes crecimos en el Gijón de los noventa disfrutamos de unos servicios públicos de calidad que completaron nuestra educación formal con cursos de natación en las piscinas municipales, actividades literarias en el Antiguo Instituto o visitas periódicas al teatro Jovellanos (…)»

Lo cierto es que el proceso que culmina con la llegada a Bruselas no es sencillo. Para disfrutar de una de estas codiciadas prácticas, remuneradas y de convocatoria pública, es preciso enviar debidamente cumplimentada una larga y exhaustiva solicitud, pasar un primer corte y, finalmente, recibir y aceptar una oferta de trabajo de cinco meses. 

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Requisitos para una beca en Bruselas

Los requisitos para solicitar las becas: haber completado un mínimo de tres años de estudios universitarios y hablar bien, al menos, un idioma de trabajo de la UE –inglés, francés o alemán- distinto del materno. Al final, los seleccionados y seleccionadas suelen contar en su haber con uno o dos másteres, dominan en muchos casos más de una lengua extranjera y, normalmente, han hecho prácticas en otras empresas o instituciones antes de dar el salto a la UE.

Quienes, proceso de selección mediante, desembarcan finalmente en la capital belga son en su mayoría nacidos en la década de los noventa. Pertenecen, por tanto, a una generación, la mía, que gozó durante su infancia de unas cotas de bienestar nunca antes alcanzadas. Así, por ejemplo, quienes crecimos en el Gijón de la época disfrutamos –gracias a la voluntad política de quienes estaban entonces al frente de las instituciones- de unos servicios públicos de calidad que completaron nuestra educación formal con cursos de natación en las piscinas municipales, actividades literarias en el Antiguo Instituto o visitas periódicas al teatro Jovellanos con motivo de la Feria Europea de Teatro para Niños y Niñas (FETEN) o el Festival Internacional de Cine de la ciudad. 

Contribuyeron estas salidas deportivas y culturales a hacernos más curiosos, más críticos, un poco más libres. Y jugaron también un importante papel sembrando una semilla formativa que, eventualmente, daría lugar a lo que hoy somos: una de las generaciones mejor preparadas, si no la más. Muy preparada, sí, pero también una de las más castigadas de las últimas décadas. Lo habitual es que poco importe cuán brillante sea tu expediente académico, qué idiomas domines o cuántos periodos de prácticas hayas enlazado ya: abandonar el endiablado bucle de la precariedad se antoja siempre muy complicado. 


Este drama ya asolaba a la juventud antes de la pandemia, pero la crisis económica desatada por las inevitables medidas de aislamiento lo ha acentuado notablemente. Aunque la emergencia sanitaria no nos haya golpeado como a otras generaciones, las repercusiones del confinamiento en el mercado laboral y el clima social lo harán -ya lo están haciendo- con gran dureza.

«Más que insensatos que cambian mascarilla por cubata, los veinteañeros de hoy son personas altamente cualificadas, con inquietudes y el anhelo de alcanzar unas condiciones de vida dignas (…)»

La gravedad de la situación se cuela con frecuencia en las reuniones de amigos –ya se celebren estas en Gijón, en Bruselas, en Turín o en Atenas-, y se ven ahora, además, acompañadas de la frustración de sentirse señalados en conjunto por la irresponsabilidad de unos pocos que incumplen las medidas de seguridad impuestas por las autoridades para detener la propagación del virus. 

Aunque el mito de la juventud calamitosa ha existido desde que el mundo es mundo, sirva esta columna como un llamamiento a cambiar el prisma con el que se observa a las generaciones de menor edad. Más que insensatos que cambian mascarilla por cubata, los veinteañeros de hoy son personas altamente cualificadas, con inquietudes y el anhelo de alcanzar unas condiciones de vida dignas que les permitan emplear sus conocimientos y aptitudes en pos del bien común. También desde las instituciones europeas. A los que llegan a Bruselas, mucha suerte y una petición: permitíos no perder la esperanza.


Ana Martínez es colaboradora de miGijón y asistente en el Parlamento Europeo

Comentarios 2

  1. Pingback: Diáspora - miGijón, diario y podcast de información local
  2. Отдых в Твери says:
    2 años ago

    Incredible points. Outstanding arguments. Keep up the good work.

    Responder

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