
Confundir ocio y diversión con consumo y horarios ilimitados es condenar a los trabajadores del comercio y la hostelería a más precariedad, más abuso y más explotación

Cuando era pequeña tenía una vecina que estaba convencida de que era su obligación tener que proteger el derecho de su hermano a dormir la siesta a cualquier precio, por lo que solía salir al balcón a gritarnos siempre que nos oía jugar en el patio. Un día, sin embargo, decidió llevar la disputa a mayores -nosotros teníamos orden de nuestras familias de no replicar- lanzándonos un cubo de agua sucia de fregar por la ventana. Lanzó el agua, que nos dejó empapadas -nos acertó a mi amiga B y a mí de lleno- y apestando, pero también el caldero, que no le dio a nadie en la cabeza de milagro. Al final el asunto se zanjó llamando a la policía, lo que es algo que a la gente de orden como esa señora ofende muchísimo pues siempre se creen que están por encima de las leyes. Después de la charla que la señora tuvo con la policía, y con nuestros padres y madres, la chiquillada de mi edificio pudimos seguir disfrutando del patio común sin mayores incidentes, más allá de alguna caída de la bici, mayormente era yo la que se pegaba el trompazo, y gozamos juntos de un par de años más de saltar a la comba, jugar al escondite y cortar el pelo a Barbies, hasta que con el paso del tiempo el patio se fue quedando vacío y silencioso por falta de niños, lo que supongo que alegraría profundamente a mi vecina pues ninguna risotada infantil volvió a perturbar la siesta de su hermano. Sin embargo, pese a lo que mi vecina pudiera pensar, era ella la que no había entendido cómo se convive con los demás, ni creo que llegara a entender nunca tampoco que soportar las risas, las carreras y las conversaciones de un pequeño grupo de niños a las cinco de una tarde soleada de primavera viene a ser parte del precio que pagamos por vivir en comunidad.
Las ciudades son ecosistemas delicados en los que hay que aprender a respetar el tiempo, el descanso y el silencio ajenos con el disfrute de los espacios públicos y el derecho al ocio y a la diversión. Por muy complicado que a priori esto nos pueda parecer, lo cierto es que para eso se inventaron las regulaciones y el establecimiento de horarios en los que está permitido que exista actividad y un cierto nivel de ruido. Nadie hubiera dudado en darle la razón a mi vecina si la niñada del edificio nos hubiéramos puesto a berrear y cantar a las tres de la madrugada, pero ni siquiera con esas hubiera ella tenido derecho a lanzarnos un caldero a la cabeza, todo sea dicho. Siempre me ha parecido esencial reivindicar nuestro derecho a disfrutar de los espacios públicos y a pasarlo bien. Buscar la felicidad, aunque esta sea fugaz y efímera, es lo que hace que vivir merezca la pena. Por eso las ciudades tienen que ser, también, espacios para el ocio, el disfrute y la diversión, como lo tienen que ser también para la cultura, la salud o el trabajo, por ejemplo. Esto no quiere decir que lo sean a cualquier precio ni de cualquier manera, pues quedarían reducidas a meros parques de atracciones donde todo está abierto a cualquier hora y disponible para el consumo, sin tener en cuenta el bienestar de los vecinos ni el derecho de los trabajadores tener una vida y disfrutar de horarios razonables, ver la luz del sol, estar con su familia y conciliar. En algún momento del camino, además, hemos empezado a identificar el ocio, la cultura y la diversión con el consumo, lo que también ha desvirtuado el propósito de los espacios públicos de nuestras ciudades, cada vez más incómodos y menos “públicos”: desaparecen las fuentes de agua, los bancos o las aceras grandes para pasear… Las calles y las plazas se están convirtiendo en meras antesalas de bares y tiendas y en aparcaderos de coches.
Cuando perdemos de vista que la ciudad es un lugar de convivencia, y que por tanto tiene que estar pensada para el bienestar de la ciudadanía, esta se convierte simplemente en un espacio cerrado en el que todo se ordena al gusto del consumidor. Las ciudades pasan a ser, de esta manera, simplemente centros comerciales gigantescos abiertos las veinticuatro horas del día. Cuando esto sucede los vecinos quedamos reducidos a meros consumidores y/o proveedores de servicios para los turistas. Establecer horarios comerciales no es una imposición tiránica, ni un ataque a la libertad de la ciudadanía para disfrutar de su ocio. Creo que ya es imperativo que salgamos de estos parámetros infantilizantes cuando discutimos de derechos, especialmente cuando estos derechos afectan a los trabajadores y la convivencia.
Es necesario que sigamos hablando de la necesidad de regular horarios y de garantizar las condiciones de aquellas personas que no tienen más remedio que trabajar en turnos de noche. La obligación de las administraciones es la de proteger el derecho de los vecinos al silencio, el descanso y la limpieza y el derecho de los trabajadores de la hostelería, el comercio o la sanidad a tener horarios laborales razonables y que les permitan disfrutar de la vida y a no ser explotados. Sin embargo nos quieren hacer creer que es necesario anteponer a la convivencia y los derechos laborales los caprichos personales y las ansias de la empresas de ganar dinero a cualquier precio. Incluso en un mundo ideal en el que los trabajadores no sufrieran abusos, jornadas laborales extenuantes y sueldos miserables, pensar que no va a tener consecuencias en tu vida y salud el trabajo nocturno y que todo se soluciona con dinero es un acto de cinismo extremo o de ignorancia. Confundir ocio y diversión con consumo y horarios ilimitados es condenar a los trabajadores del comercio y la hostelería a más precariedad, más abuso y más explotación, a los pequeños negocios que no pueden competir con las grandes cadenas a la extinción y a los vecinos a tener que aceptar vivir entre ruidos y suciedad. Pero también es condenar a nuestras ciudades al despojarlas de todo aquello que ya no es útil para el consumo para hacerlas, así, sucias, incómodas, inhabitables y absurdas, en las que las disputas entre los clientes de los bares y los vecinos que quieren dormir se acabarán dirimiendo a calderazos desde los balcones.