«Allá se las componga el universo playu, son tercos y no van a sucumbir ante la mirada curiosa de los visitantes, que marchan en grupo descubriendo un escenario con «molestos habitantes» que pretenden seguir con su vida»
Agosto es un mes interminable de paso lento y generoso peso. Sufre nuestra tierra este mes «la amable invasión» de turistas, que buscan en el tópico unos días de feliz bálsamo de Fierabrás con la sidra y el cachopo como aliados en sus lúdicas jornadas. Ese cordon bleu excesivo ya es el símbolo de una gastronomía fast food, entregada por entero al gusto madrileño que señala el camino a la Españaza «provinciana». Madrileños, andaluces, valencianos, vascos y ahora se suman ingleses, franceses, mexicanos y alemanes buscando hacer un homenaje al rey de los empanados. Propongo que Asturias, Gijón y el barrio de Cimavilla pierdan sus nombres en favor de una sola denominación geográfica los meses de verano: Cachopolandia. El barrio alto de Cachopolandia, al norte del Pajares, en Cachopolandia, ¿Jovellanos City o Cachopolandia?.
Admiro profundamente a mis vecinas y vecinos, los playos tienen piel de cocodrilo y la resistencia del dromedario. Al igual que el camélido, son capaces de sobrevivir en cualquier desierto, en un erial sin centro de salud, plazas de aparcamiento o transporte público. Allá se las componga el universo playu, son tercos y no van a sucumbir ante la mirada curiosa de los visitantes, que marchan en grupo descubriendo un escenario con «molestos habitantes» que pretenden seguir con su vida al margen del único balón de oxígeno para nuestra débil economía y una aún más débil administración, que sigue vendiendo el pertinaz Paraíso Natural. Lema con telarañas, los que en teoría deciden siguen llevándoselo crudo cada mes sin desgastar el magín. Las vacaciones de Augusto o el Ferragosto que vaciaba Roma. Contado una y mil veces por el cine italiano, instalándose en los últimos decenios en las costumbres de la capital del reino, mientras Cachopolandia seguía ofreciendo calles, plazas o avenidas al solaz del forastero.
Interrumpen por sorpresa mi desayuno dos moscas zumbonas, que representan perfectamente lo que significa el despiadado octavo pasajero del calendario. Vivo en un bajo, en el barrio alto y cuando subo la persiana y me acerco a la ventana veo una larga procesión bien pertrechada. Llevan gorras o sombreros, gafas de sol, chanclas, bermudas, cámaras y riñoneras, lo miran todo, también mi ventana, mi salón y a mí. Saludo levantando la taza de café humeante y me siento como aquel personaje creado por William Hanna y Joseph Barbera a principios de los años 60: Maguila Gorila en el escaparate del Señor Peebles.
Mi calle en agosto es PortAventura, al menos (me consuelo) ya pasó la noche de los fuegos. La policía local pegó en cada puerta de un barrio sitiado las normas y horarios que tendríamos que cumplir los de Cimata. Emulando al Sheriff de Nottingham en sus intentos de capturar a Robin Hood. La local tiró de fotocopiadora con ganas, pero dejó el trabajo de cercar parques o reordenar el tráfico en Emilio Muñiz «El Negro» a una empresa de seguridad.
El incendio en el cerro es otra buena metáfora que ilustra el abandono municipal en Cimavilla, Jovellanos City o Cachopolandia. Fuerte, muy fuerte. Surfin Bichos repasaba en una gran canción de los 90 la pecaminosa vida de un santoral, que sigue tan presente como el Ferragosto cachazudo y feroz. «Fuerte fue cuando Nicodemo pervirtió a San Áspide aquel verano fatal».
Gijonudo…!!!