Lucía Fernández y Alexandre García cuentan a miGijón cómo ha sido su primer año como bomberos del parque de Roces
Si algo deberíamos haber aprendido de la pandemia es que estamos rodeados de héroes sin capa. Sanitarios, policías, servicios de limpieza… todos ellos, y muchos más, demostraron su importancia en los momentos más oscuros que nos ha tocado vivir a nuestra sociedad. Entre ese pequeño grupo de elegidos se encuentran los bomberos. Mujeres y hombres que tienen que apostar día a día su vida para que todos estemos más seguros, más tranquilos.
Lucía Fernández y Alexandre García llevan ya un año en el cuerpo de bomberos de Gijón, pero mucho tiempo más luchando por enfundarse ese traje de superhéroe que, como a los personajes de ficción, les protege del fuego. Ella, gijonesa, cinco años. Él, salmantino, más de diez. Porque al parque de Bomberos de Roces solo pueden llegar los mejores, los más preparados.
La dureza de las pruebas de acceso así lo indica. Fuerza, resistencia, conocimientos teóricos… “Llevo cuatro o cinco años dedicada a esto, estudiando, entrenando. Sin vida, por así decirlo”, afirma Lucía. “Si me dijeran que tengo que estar diez años más para conseguir esto, lo estaría. Es el mejor trabajo del mundo”, añade. Su formación no acaba ahí. Cada día tienen que entrenarse, probar, aprender. También el equipamiento nuevo, ese que puede marcar la diferencia entre salvar a una persona y fracasar.
Eso es lo más duro para ellos. Pueden salvar a once personas en un incendio, pero si en el mismo pierden una vida, eso es lo que se lleva para casa el bombero: la sensación de haber podido dar un poco más, de haber fracasado pese a haber salvado a varias personas.
¿Lo más duro? Según dice Lucía, cuando “entramos en una vivienda y encontramos a una persona que lleva sola un mes, sin familia. El contexto. Como si vas a un accidente en el que unos niños han perdido a sus padres. Me afecta más saber que esos niños se van a quedar solos que el accidente en sí”. Son personas, al fin y al cabo, y el corazón, aunque endurecido por el paso del tiempo y la experiencia, sigue con la humanidad a flor de piel. En esos momentos, cuando el héroe pasa por un mal trago, aparecen los compañeros, la comunidad. “Ves cosas que no son normales, te lo llevas para casa. Yo tengo una niña de cuatro años y ves cosas que te cuesta superar”, comenta Alexandre. “Los más veteranos ayudan a sobrellevar esos ratos. No puedes guardártelo, los compañeros han pasado por lo mismo. Entre nosotros nos ayudamos”, confirma Lucia. Y es que los bomberos tienen que ser una familia. De entre los cuerpos de seguridad del estado, destacan por su compañerismo. Dice Alexandre que “pasamos muchas horas juntos, guardias de 24 horas, comemos y dormimos juntos. Es una segunda familia”.
Sonríen, ilusionados, cuando se les hace referencia a que los ciudadanos tenemos un elevado concepto de su labor. Es el orgullo de quien arriesga cada día el pellejo mezclado por el orgullo de pertenecer a una raza propia. “A veces la intervención es sencilla, como abrir la puerta de un baño con niño atrapado. Para nosotros es sencillo, pero para la madre que está angustiada es un mundo” confiesa Alexandre. Son conscientes del cariño que despiertan, y una de las razones con más peso para seguir en un trabajo que es “difícil”. “Te tiene que gustar”, dejan claro.
Es el mejor pago, para ellos, por su trabajo. El agradecimiento de la gente compensa que sea una de las profesiones con un mayor índice de lesiones y con una mortalidad mucho mayor de la normal. También las enfermedades que el paso del tiempo desgastan sus cuerpos. El riesgo de sufrir un cáncer, por ejemplo, es mucho mayor para ellos que para el resto de la sociedad debido a la exposición al humo de los incendios, a los gases de escape de los motores diésel, a materiales de construcción como el amianto y a otros riesgos como el estrés térmico, el trabajo por turnos y la radiación ultravioleta y de otro tipo. La OMS ha declarado que la exposición profesional como bombero, provoca cáncer.
Su jornada, según Alexandre, es bastante más rutinaria de lo que pueda parecer: “Entramos a las 9 de la mañana y hacemos un cambio de guardia en el que los compañeros que se van nos comentan las novedades. Hacemos la revisión de los vehículos, desayunamos, y luego tenemos un poco de tiempo libre. Unos estudian, otros van al gimnasio. Después se come, descansamos, hacemos una reunión y hacemos una práctica con material”. Luego ya, a descansar o a disfrutar de tiempo libre. Pero siempre atentos al sonido de una alarma que les movilice. “Es una calma tensa”, afirma Lucía. Porque un día tranquilo es un buen día. Significa que la ciudad, en su calma tensa, no ha requerido la intervención de estos héroes sin capa.