Se cumplen dos décadas del escándalo arqueológico que removió los cimientos de Gijón. El yacimiento de Campa Torres, origen e insignia de esta ciudad, corrió entonces de titular en titular siempre con una palabra sobrevolándolo todo: vergüenza.
En 2009 un arqueólogo encontraba 20.000 objetos, 368 cajas de patrimonio histórico, en un búnker del yacimiento escondido tras un armario y pertenecientes a las excavaciones que se realizaron en los ’80 y ’90. Amontonadas, cajas y cajas de piezas únicas – algunas con una dirección de Cataluña apuntada en su lateral- se pudrían envueltas en papel higiénico. La noticia saltaba en abril de 2010, aunque los restos habían sido encontrados la primavera anterior. Una cuestión de tiempo que se repetiría durante todo el caso.
Las excavaciones se llevaron a cabo bajo la tutela de dos arqueólogos, José Luis Maya, fallecido en 2001, y Francisco Cuesta Toribio, nombrado (rodeado de polémica) director del Museo Etnográfico de Grandas de Salime, cargo en el que fue sustituido año y medio después. Fue precisamente Cuesta quien salió al paso entonces con unas declaraciones recogidas en el diario La Nueva España en las que señalaba que «hace mucho que no voy por allí, casi milenios, por tanto no sé qué se hizo con los materiales que depositamos en una especie de almacén. Estaban en perfecto estado y recogidos en bolsas y cajas”. Tampoco le resultó sorprendente el hallazgo, dijo, “porque sabía que estaban allí”.
Un escándalo bajo tres administraciones públicas
El porqué un arqueólogo de su trayectoria, aún conociendo el paradero de las piezas, no lo comunicó para clasificarlas, estudiarlas y conservarlas adecuadamente escapa a la lógica de los profesionales del sector, que explican que «cuando hacemos una campaña de excavaciones tenemos que presentar todo tipo de material, memoria, hay que inventariar cada pieza, donde se encontró, en qué estrato, etiquetarlo todo, guardarlo adecuadamente en cajas. En este caso está claro que no se hizo correctamente, pero lo más grave es que el proyecto estuvo financiado por el Ministerio de Cultura, la Consejería, y el Ayuntamiento, tres administraciones públicas y ninguna de ellas estuvo pendiente del yacimiento”.
Sea como fuere, nadie se hizo entonces responsable del, cuanto menos, sorprendente hallazgo. Si hubo querellas, de hecho, la justicia reconoció la negligente la custodia de las piezas, pero otra vez una cuestión de tiempo -el presunto delito habría prescrito ya para cuando hubo ser investigado- salvó a cualquier responsable de ser señalado. Por haber hubo también quien quiso especificar que el papel en el que se encontraron las piezas no eran de baño «al uso», si no tissues. Entre medias, y como es habitual en un caso de esta envergadura, acusaciones cruzadas barridas, una vez más, por el tiempo.
Más de diez años después de aquel descubrimiento, el Ayuntamiento -a través de la Red de Museos Arqueológicos de Gijón– pone en marcha una nuevo proyecto de recuperación del yacimiento en el que se estudiará, analizará y catalogará parte de los restos hallados en las antiguas excavaciones. Parte, porque algunos objetos, como las ánforas, se hallan aún hoy en paradero desconocido y ni administraciones ni arqueólogos han sabido desvelar su paradero.
Una iniciativa que traerá algo de luz sobre Campa Torres, pero que según los expertos no será tan reveladora como debiera, ya que, como explican, «los restos no están bien catalogados ni inventariados, hay mucha información que no nos van a decir. Si no nos dicen en qué estrato, de qué manera y en qué cabaña se encontraron no podremos conocer a ciencia cierta su historia. Hay mucha información que hemos perdido para siempre».