Cuando paseas por el Muro y observas a la masa de gente tumbada en sus toallas todo el mundo te parece igual. Pero es que la playa es un lugar para entender y vivir desde dentro
En 1992 el antropólogo francés Marc Augé utilizó por primera ver el término de “no lugar” como un concepto en contraposición a la noción de “lugar antropológico”. Los no lugares son esos espacios en los que el ser humano permanece anónimo, espacios intercambiables entre sí, deshumanizados y deshumanizantes: aeropuertos, centros comerciales, grandes hoteles de todo incluido o campos de refugiados. Allí donde las personas fluyen y pasan casi sin ser. Los viajeros que apenas se distinguen los unos de los otros y que miran abstraidos la pantalla con las horas de los vuelos cruzando los dedos para que su avión no se retrase o se cancele, el tiempo congelado en un espacio de transición física, temporal y mental, los huéspedes de una gran hotel madrugando y corriendo para posar sus toallas en las mejores hamacas junto a la piscina, pieles quemadas por el sol, estómagos desbordados por el buffet libre a quienes los empleados del hotel jamás llegarán a conocer por sus nombres. En contraste a estos emplazamientos, los lugares antropológicos son espacios que se incorporan a nuestra identidad y donde compartimos, en muchos casos, referencias culturales y sociales con aquellos que también se hallan en ellos. Para la mayoría de los que nos hemos criado en Xixón la playa de San Lorenzo es quizás el lugar antropológico por excelencia de esta ciudad.
Decía Poirot, cuando contemplaba los cuerpos expuestos al sol en “Muerte bajo el sol”, que todos ellos parecían piezas de carne expuestas en el escaparate de una carnicería, inmóviles e indistinguibles los unos de los otros. Y es así. Cuando paseas por el Muro y observas a la masa de gente tumbada en sus toallas todo el mundo te parece igual. Pero es que la playa es un lugar para entender y vivir desde dentro. Yo hace años que no piso la playa y me pasa ya un poco como a Poirot pero sin tener la suerte de acabar metida dentro de un complejo misterio rodeada de millonarios, vividores, viajeros y gente extravagante -ya me pasó en Egipto que navegué el Nilo sin que ningún marido rico y su amante elaboraran un plan de lo más retorcido para asesinar a su esposa- pero sí que hubo un tiempo, otro tiempo, otra vida, otra existencia, en el que la playa formó parte de mi educación sentimental y mis veranos.
La playa es un lugar excepcional, un espacio público en el que se mezclan casi todas las clases sociales- todas no, eh, los ricos de verdad tienen sus Club de Regatas, sus trozos de playa robados a la ciudad o sus playas privadas- pues un lugar en el que ser y en el que estar y en que te puedes pasar el día -y disfrutarlo- sin consumir nada, sin gastar dinero, es toda una excepción y casi un milagro en estos tiempos en los que el ocio ha pasado a ser sinónimo de consumismo. Una hamaca, una toalla, una botella de agua, un bocata, un tupper con sandía, un libro, unos cascos de música, una pala y un caldero, una pelota, unas raquetas… Todo esto lo puedes traer de tu casa sin que a nadie le importe y sin que se te pida un mínimo de consumición o alguien te meta prisa para que te vayas. La playa es de todos y para todos: surfistas, nadadores, paseadores de orilla, jugadores de voleibol, adictos al moreno, familias, solteros, ancianos, adolescentes, parejas de enamorados, niños y niñas, perros, notarios… En la playa se construye ciudad, se comparte espacio, se aprende a respetar los límites y se vigilan las propiedades ajenas de los bañistas porque en ella hay reglas no escritas de convivencia y urbanismo tan antiguas como inamovibles. Quien no se sabe comportar en la playa no se sabe comportar en ningún sitio.
En la playa hacemos ciudad y es por eso que parece que nos hemos olvidado de que también es un espacio natural, un complejo y delicado ecosistema en el que conviven miles de organismos y que tenemos que aprender a respetar y proteger. Acostumbrados como estamos hasta ahora a entender la Naturaleza como un espacio que dominar, que explotar y que rentabilizar, las playas, los ríos, los montes… han sido las víctimas de esta implacable mirada urbanizadora y economicista que ha dictado los planes urbanísticos y las políticas medioambientales en las últimas décadas. Muchas playas ahora mismo no son más que meros tatamis a los que hay que proveer de arena, naturaleza muerta rodeada de edificaciones y cemento y en cuyos mares se asfixian los peces o se envenenan por culpa de los vertidos o se llenan las tripas de carbón. Playas en las que se ha priorizado el negocio, los chiringuitos y las concesiones privadas a empresas que llenan el mar de (más) ruido y gasolina, y que son ya una parada en el tour ridículo de las despedidas de soltero.
Con el cambio climático respirándonos en la nuca estamos empezando ahora a darnos cuenta de la importancia que tiene convertir nuestras ciudades en espacios de salud y bienestar para la ciudadanía, priorizando las zonas verdes y renaturalizadas donde los coches y los humos tienen que dejar paso a a los árboles, a las bicicletas, a las calles peatonales, esto es, a la vida y no al negocio. Muchos de nosotros vivimos en ciudades que si no hacemos nada pronto acabarán convirtiéndose en no lugares anónimos, incómodos y muertos, es por eso que tenemos la obligación de hacer de ellas espacios antropológicos, para así poder volver a la playa a pasar el día sin hacer nada, dejando que la arena se vaya escurriendo lentamente entre los dedos.