«La felicidad para el hostelero Cuqui es llegar a tener la clientela que uno quiere. La felicidad para el jubilado Cuqui viaja en una lista con los siguientes nombres: Belén, Iván, Sheila, Yasmina y sus nietinas: Lucía y Siena»
Quedo con Cuqui en la terraza de Los Espumeros cuando la mañana pierde su nombre. Allí me espera, puntual, sentado a la mesa de la que fue «su oficina» durante once años. Conversa sin prisa apoyado en unas buenas maneras y esa cara de chiquillo inglés. La sinceridad nace espontánea desde una virtuosa memoria y en sus ojos se mete el cantábrico al recordar aquella pequeña casa donde nació hace ya algunas décadas. En el Callejón de Cimavilla, en el humilde barrio marinero de su infancia: «vivíamos en la calle, no cogíamos en casa».
No puede olvidar el noviazgo desde los catorce con su querida Belén ni sus años de maestría. Estudió para mecánico Luis Higinio Santurio León que así se llama Cuqui para la administración. Trabajó en un taller que cerró poco antes de cumplir con la mili. Este playu nunca supo de rendiciones y su espalda probó la construcción y la hostelería en Llanes antes de regresar al barrio en 1981. Su mujer y su hermana se hicieron cargo de una tienda de alimentación en Rosario, él repartía con una furgoneta refrescos, hielo y bebidas blancas por los locales de una noche gijonesa que estaba empezando a cambiar de rumbo. En aquellos duros años ochenta, con droga en las calles y jóvenes que eran muertos en vida.
Las ventanas abiertas dejaban ver a yonquis escarbando paredes, picándose en el portal de la esquina a cualquier hora del día… Interrumpe nuestra charla el saludo de vecinas y vecinos que se acercan para decirle con sorna que vuelva al chigre, «ya está bien de ejercer como jubilado» o le proponen un café para más tarde o simplemente sonríen y le tocan el hombro. Quiere Cimavilla a uno de los suyos y se lo hace saber. Me enseña su brazo izquierdo, el codo está marcado por una cicatriz que le dejó un derrape en moto demasiado apurado a la altura de Honesto Batalón.
Quedó en fuera de juego demasiado tiempo para alguien que lleva el trabajo como herencia familiar o DNI en la cartera. Hablamos de Casa Luis en los años 90, de todos los bocatas que pudo vender mirando a las puertas de Tabacalera que ya anunciaba cierre en 1995. Luego llegaría el bar de la vida de Luis Higinio y el de muchos otros que saludan a Fran antes de pedir lo suyo, un Fran que mantiene viva la llama de Los Espumeros.
Sidrería de ambiente familiar con buena carta y una de las mejores terrazas del barrio viejo. La felicidad para el hostelero Cuqui es llegar a tener la clientela que uno quiere. La felicidad para el jubilado Cuqui viaja en una lista con los siguientes nombres: Belén, Iván, Sheila, Yasmina y sus nietinas: Lucía y Siena. En dos minutos decidimos imaginar ese territorio incierto llamado futuro para el universo playu. Y entonces me levanto obligado por culpa del maldito reloj y al despedirme de Cuqui puedo ver que sus ojos color cantábrico siguen siendo los ojos de un niño.