«Quizás la izquierda ha sido demasiado transigente y no ha sabido marcar la línea divisoria, aceptando un perverso significado de la tolerancia»
El Secretario General de Vox, Francisco Javier Ortega-Smith, se paseó el viernes por Gijón, mayormente junto a la fuente de Pelayo. Lo hizo en su turné por el norte, donde los votos se le resisten. La ultraderecha, sin embargo, persevera, en su intento de llegar a un electorado que votaba a PP y a Ciudadanos. Lo hace desde el discurso político pero también desde el escaño. Lentamente, Vox va horadando las instituciones, incluyendo un diputado en la Junta, un concejal en algún municipio, y así en este plan. La ultraderecha, así, va marcando el ritmo electoral, condicionando el discurso del PP, alimentando la crispación y modelando a su gusto eso que ha venido en llamarse la polarización de España. Francia tampoco es ajena a la polarización, que ayer vivió su primera vuelta en las regionales antes de que en 2022 Macron se someta a las siguientes presidenciales. Macron ha resistido el embate. Las cosas siguen como están.
Hasta la fecha, la gestión de la pandemia ha sido una garantía de los presidentes para ratificar su posición en el cargo, independientemente del signo político. Ayuso en Madrid, Feijóo en Galicia, Urkullu en el País Vasco, incluso el presidente en funciones Pere Aragonès en Cataluña. Le ha sucedido ahora a Macron, cuyo partido solo tiene cierto arraigo electoral en las grandes ciudades. Sin embargo, las encuestas que se manejan alertan de que esto, quizá, no parece que se vuelva a repetir en España, donde el fascio levantisco está claramente al alza desde que Pedro Sánchez e Inés Arrimadas trataron de reventar el gobierno de Murcia con una moción de censura. Tiene razón Edu Galán cuando afirma que estas decisiones catastróficas, estas catastróficas desdichas, diría yo, son un hermoso espectáculo del fracaso, y a los que vivimos la política libidinosamente, nos fascina. En realidad, uno vive libidinosamente hasta la hora del desayuno. Porque el diablo de la política está en todos los detalles, incluso en la mantequilla untada en una tostada.
Vox se está comiendo la tostada del PP, al menos la parte necesaria para poder gobernar. Con el horizonte de los 130 diputados, a Casado no le importa, mientras eso le conduzca a la Moncloa. El diablo está en Vox, que ha poseído a Ayuso definitivamente tras la toma de posesión de la Presidenta de Madrid. En realidad, ya nadie oculta que es Miguel Ángel Rodríguez quien ha poseído a Isabel. Mientras Ayuso practica el populismo de derechas y lo extiende al resto de comunidades, Vox practica el fascismo tratando de reventar con su discurso la racionalidad de las instituciones políticas y sociales.
El caso es que el electorado de Vox ya no es el viejo falangista que salía a airear el sobaco cada 18 de julio junto a Ynestrillas y sus colegas. El falangista hoy airea el sobaco en cualquier parte. Se ha quitado el complejo de derechas y este ha sido el movimiento político más importante y en el que más insiste Ortega Smith cada vez que habla, porque es el que más votos le da. Porque evaporar ese complejo significa que el votante facha comienza a participar de los hábitos de la izquierda. Juan Manuel de Prada siempre lamentó la derrota de la derecha en torno a esa hegemonía. Hoy, el viejo debate de las soberanías culturales entre la derecha y la izquierda se ha disuelto. Quiere decirse que ya no tiene mucho sentido reivindicar a Foxá, Eugenio Montes o a Sánchez Mazas. El fascista de calle joven y triunfal participa en los usos y costumbres de la socialdemocracia, manteniendo las distancias, eso sí, porque siempre hubo clases. Quiere uno decir que los señoritos y señoritas del fascio se juntan hoy con lesbianas y gays en los chocos y en las discotecas, van juntos a los festis del verano, viajan a México lindo, un suponer, comparten unas rayas, si es menester, y así en este plan. Lo mismo escuchan a Rigoberta Bandíni o Carolina Durante que alternan con la vieja ola indie, Xoel López o La habitación roja, sin perder su orgullo y repugnancia ante el rostro roto de un inmigrante, el combate de una feminista y, por ahí todo seguido. Quizás la izquierda ha sido demasiado transigente y no ha sabido marcar la línea divisoria, aceptando un perverso significado de la tolerancia. NO hemos sabido practicar un sentido social y aseado de la democracia militante. Así que, llegados a este punto, me pregunto si ha llegado el momento de ejercer el derecho de admisión…
Quizás el problema de la izquierda ha sido meter a todos en el mismo saco. Lo de trifachito no lo inventó uno de Vox.
El mejor ejemplo lo tenemos en Gijón, teníamos una alcaldesa de primera calidad que no generaba crispación y aún así nos empeñamos en llamarla facha. Ahora gobierna una auténtica facha y si deja de gobernar sera porque vengan otros fachas de verdad.
La culpa es nuestra, este pais jamás ha sabido valorar lo que tiene.