El crimen es tan aberrante que ya no se juzga la culpabilidad de una mujer; lo que se somete al fallo del jurado es una duda entre la razón criminal y la locura
Viene siendo una primavera negra y criminal. Se juzga un asesinato desde febrero, lo suficientemente atroz como para darle realmente más importancia de la que tiene cualquier crónica de sucesos. El crimen de un recién nacido nos abre la puerta al horror. Nos interpela a una reflexión sobre el derrumbe de nuestra condición humana, aquel pilar que sostiene la racionalidad y que, desplomado, nos convierte en monstruos de nuestra propia existencia.
Todos los días, en la prensa asturiana, florece un niño muerto abandonado en un contenedor desde que se juzga el crimen de Nuevo Roces. Como una pesadilla escrita por Dostoievsky, cada mañana irrumpe el mismo niño repetido, con la misma sangre, el mismo dolor, la misma locura narrada desde la trubuna de un juzgado. La madre, acusada de asesinato, se juega la cadena perpetua y se ha declarado culpable. El crimen es tan aberrante que ya no se juzga la culpabilidad de una mujer; lo que se somete al fallo del jurado es una duda entre la razón criminal y la locura.
La vida envuelta con sus ropajes cotidianos se deshace un día cualquiera desnudando una tragedia, un infierno. El infierno son los otros, afirmó Sartre. Nuevo Roces tiene ese aire familiar de barrio lynchiano, periférico, fronterizo, aislado, donde los vecinos tienen una vida apacible y la mayor tensión es siempre un autobús que no llega. Nuevo Roces tiene ese aire tranquilo y silencioso, practicable y doméstico, hasta que alguien descubre una noche el cadáver de un recién nacido, la materia confusa de un cuerpo ensangrentado e innoble. Después toda la información se compadece inmediatamente sobre la vida de sus padres.
Las reacciones de angustia verifican lo que significa el horror en una ciudad. Como toda ciudad, alguien oculta un secreto, teñido por la sombra, insospechado, incierto. Fue en 2019 cuando una grieta se abrió en el suelo desde la que emergieron todas las pesadillas de un hombre y una mujer, comunes y vulgares, como la vida de cualquier otro hombre y mujer que conviven juntos en un barrio de Gijón. Durante nueve meses, ella puso en marcha un simulacro de vida ajena a su propia maternidad. Fue capaz de hacerlo en días sucesivos, idénticos, cansinos, que iban ocultando un embarazo oprimido y creciente. Supongo que después llegaría la tormenta. Que habría un momento en que su mirada se nutriría de dolor, se alimentaría de un tormento que no la culparía de nada, que no la exculparía tampoco. Se trataría de un vaciamiento moral. Lo que vendría después sería un parto, un cuchillo, el ensañamiento y una pesquisa que nos trae hasta aquí, el final de una metamorfosis que va de la dignidad humana a la monstruosidad, de la inocencia a la culpabilidad.
El crimen contra la inocencia genera más espanto que cualquier otro crimen. Todo policía sabe que un asesinato, cuanto más gratuito, más difícil resulta de comprender. Es el horror, el horror.