«No puedo dejar de pensar que tal vez el desprecio al Botánico tenga más trasfondo del que parece a primera vista»
(Fotos: A. Damián Fernández)
Decía Sabina en sus “Peces de Ciudad” que “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”. Pero los necios no aprendemos de los consejos ajenos y tendemos a caer en trampas que ya conocemos, víctimas voluntarias de nuestra propia nostalgia. Digo esto porque hoy volví al Botánico, cámara en ristre, dispuesto a regresar a un lugar donde pasé algunos de los mejores momentos de mi vida profesional y personal. Mi historia con el Botánico comenzó en 2008, cuando mi mujer y yo nos hicimos las fotos de la boda en la Isla, ese pequeño rincón moteado de puentes y salpicado por los cuatro rayos del sol que se cuelan entre sus árboles. Tiempo después, quién me lo iba a decir, pasé cinco años fotografiando cada rincón, cada evento, en su época dorada.
Hoy poco queda de aquellos tiempos. Sus rincones siguen bañados en una magia que lo inunda todo, porque para robársela a un lugar como el Jardín tendrían que prenderle fuego hasta sus cimientos, dejar que las llamas lo arrasaran. Pero, incluso con esa belleza que sigue justificando una y mil visitas a sus caminos, el deterioro y la decadencia son la evidencia de un abandono intencionado. Yo, que no peco de malpensado y pesimista, creí ver que la decisión de incorporar la instalación a las responsabilidades del concejal de Medioambiente, podría servir para potenciar, aún más, la faceta que los gijoneses menos conocemos del Botánico. Esa que ha conseguido conservar especies endémicas amenazadas del Cantábrico, como la centaurea de Somiedo. O esa que cerró convenios con algunos de los más prestigiosos botánicos del mundo, como el Royal Botanic Garded de Kew (Londres) o el de Vancouver. Sin embargo, la realidad es tozuda. Tras año y medio sin conservador ni director científico, la jugada del Emperador Manuel Aurelio (tal y como lo corona mi compañero en este rincón digital David Pérez), ha abocado al JBA a un estado de conservación lamentable donde el óxido y la podredumbre avanzan inexorablemente, donde la dejadez y la falta de inversión es palpable en cada paso, desde las estatuas, recubiertas por musgo, hongos y mugre, hasta los desconchones en la caseta de la Isla o en el altillo donde el platanero centenario era iluminado cada Navidad.
Pero lo peor estaba por llegar. Las sendas que recorren la ruta de los bosques naturales, esa que reconoceréis por las pasarelas de madera y la quietud ensordecedora de sus árboles, se llevan una de las peores partes. Los suelos de tabla rotos y astillados, invadidos por el verdín y la suciedad, y con casi todos los caminos “cortados temporalmente”, te trasladan a un lugar hace tiempo abandonado a su suerte. El mal estado de algunas instalaciones, como la explanada frente edificio de exposiciones del lago o el avanzado estado de oxidación de casi todas las barandillas metálicas de los pequeños puentes, ahondan en una herida que supura pena a cada paso. Son pequeños abandonos que se acumulan, al que se suma el estado de alguno de los estanques, como el que está recubierto de una capa verde que parece sólida, justo antes de llegar al molino romano. La puñalada más dolorosa, no obstante, me la llevo en la aliseda pantanosa. Es un lugar especial para mí. La cabaña junto al río (“Érase una vez…” de Carmen Cantón) era uno de los rincones favoritos de mis hijas, que la imaginaban como la casa de una bruja. Hoy, con medio techo arrancado de cuajo, sirve de basurero para las cervezas y yogures de algún miserable que no merece vivir en sociedad.
Retomo el camino de vuelta cabizbajo, apenado. La lluvia, que hace un rato comenzó a caer perezosa, va calando poco a poco y me dirijo hacia la cafetería, lugar de encuentro y descanso para los habituales. Atravieso el camino de plátanos de sombra, en dirección a la Panera (siempre me gustó más ese camino) y me encuentro las familiares mesas metálicas en la explanada, aquella donde antes dos jardines de flores han dejado paso a un terreno baldío, sin vida. Bajo las escaleras y veo la cafetería fuera de servicio. Me sorprende tanto que lo busco por Internet. Aquel lugar de descanso tras un largo día haciendo fotos y caminar, no está cerrado temporalmente. Es otro clavo en el ataúd de mis recuerdos. El último que me encuentro antes de tomar el camino principal e irme, con pena, a casa. Y mientas lo hago pienso en que, si lo que queda a la vista está así, ¿cómo estará lo que no vemos? ¿En qué estado está el Banco de Germoplasma, que garantiza la conservación genética de los especies del Jardín, y el herbario?
Me voy con un regusto muy amargo. No quiero ser injusto y es cierto que la pandemia se ha convertido casi en el único asunto de nuestro día a día. Pero el abandono de este rincón mágico no puedo achacárselo al bicho. Esto ha empezado antes, mucho antes. Y no puedo dejar de pensar que tal vez el desprecio al Botánico tenga más trasfondo del que parece a primera vista. Porque el JBA es el símbolo de otra época. Porque, quizás, a alguno le recuerde los ocho duros años de exilio. Porque vender una absurda movilidad vestida de defensa medioambiental sea, para algunos, más importante que cuidar y proteger la joya verde de Gijón.
Es una pena, no lo entiendo ,el ayuntamiento no tiene personal para mantenerlo, encima hay que pagar por ver cómo está ahora, nadie va a pagar por verlo.
Me duele esta crónica escrita con sensibilidad y detalle por Damián sobre uno de los lugares de Gijón que debería merecer el máximo celo en su ciudad, pues todos tenemos arraigados en ese lugar gratos recuerdos. Ojalá sirva la denuncia para que antes del verano el Jardín presente mejor aspecto que el que nos ofrece el reportaje.
Un jardin creado en el esplendor enloquecido de las administraciones tirando el dinero a raudales,…pasa la vida y oh!!!! Vivimos en una ciudad pequeña la cual ni puede ni le es posible mantener un lugar,creado para una ciudad de millones de habitantes.Bienvenidos a la realidad,mas de 20 hectareas cuidadas por 7 jardineros,con cientos de lugares ,pasarelas de madera,barandillas,juegos de agua los cuales necesitan una inversion,que gijon no seria capaz de tener ni con el triple de habitantes. Unan a eso una crisis mundial sin precedente y una pandema solo vista hace 100 años.
Pongan los pies en el suelo,recapaciten ysi despues de todo tanto aman este jardin,colaboren en su limpieza,ayudem con voluntariado y donen EUROS!!! Quejarse es gratis y echar culpas facil
Amén….